martes, 21 de diciembre de 2010

Cuentos de Navidad


Mª Dolores Fdez. Fígares

Primera Sección

A base de repetir los gestos navideños de siempre, quizá hemos olvidado que tienen su origen en hermosos relatos de variadas procedencias. Un breve repaso por algunos de ellos quizá sirva para enriquecer las imágenes navideñas, evocadoras de escenas repetidas por los artistas de todas las épocas, respondiendo a una tradición popular que se ha mantenido a través de los siglos.

La niña virgen

El prodigio del nacimiento de Jesús tiene su antecedente en el nacimiento de María su Madre. Cuenta la tradición que Joaquín, que era hombre piadoso y próspero, no había tenido hijos con su esposa Ana, después de veinte años de matrimonio. Por ello, cuando se disponía a hacer sus ofrendas en el templo, Rubén, el escriba, le increpó, indicándole que, puesto que no había engendrado descendencia, había perdido su derecho a participar en los ritos. Joaquín, abatido y humillado, se retiró con sus rebaños a las montañas, sin comunicarle siquiera a su esposa el motivo de su decisión. Ana rezaba y lloraba lamentando su suerte, pues no sólo Dios no le había dado hijos, sino que se sentía abandonada, sola y sin marido en su infortunio. Pero sucedió que mientras un ángel le comunicaba a Ana que iba a ser madre de una niña, a la vez le indicaba a Joaquín que volviera con su esposa, pues había quedado encinta porque Dios había suscitado en ella descendencia.

Joaquín debió titubear un poco ante tan sorprendente noticia, pero al fin se decidió a ir al encuentro de su mujer y la acompañó y cuidó hasta que, ante la admiración de todos, dio a luz a la anunciada niña, que ya desde muy pequeña mostró una extraordinaria piedad. Era también muy laboriosa y hábil para trabajar la lana y realizar los menesteres que ocupaban su tiempo, pero lo que en realidad deseaba era consagrarse al servicio divino en el templo y permanecer virgen. Que una mujer se propusiera una forma de vida de esta naturaleza no tenía precedentes en la historia de los templos de Israel, por lo cual, cuando María había cumplido los catorce años, la sinagoga decidió entregarla a algún varón intachable para que tuviera a su cuidado a aquella doncella tan especial que quería ser casta y entregarse del todo a Dios.

José el carpintero

El procedimiento para la elección del candidato a guardar la virginidad de María fue por demás curioso. El sacerdote convocó a los varones de la tribu de Judá que no tuvieran esposa a que acudieran con una vara en la mano, pues, una vez colocadas en la parte más secreta del templo, de la que saliera una paloma volando sería la señal del elegido. La vara de José, que era pequeña, había quedado descartada, quizá por despiste del buen sacerdote. Un ángel tuvo que avisarle que incluyera precisamente aquella varita en el conjunto, pues de allí iba a salir la paloma augural, como efectivamente sucedió; y ante la sorpresa de todos, el carpintero José fue el destinado a guardar a la mística virgen.

José tenía su taller en Cafarnaún y allí estuvo trabajando una buena temporada, hasta que, cuando volvía a Nazaret, se encontró con la desagradable sorpresa de que la niña que le había sido confiada estaba embarazada. Es comprensible el disgusto y la vergüenza que le produjo saber la noticia y que no se creyera la versión que le daban todos de que nadie la había tocado y que sólo podía haber sido un ángel, con el que conversaba muy a menudo. Tuvo que ser el referido ángel el que se le apareciese en sueños y le tranquilizase, garantizándole que la criatura que esperaba su joven esposa era obra del Espíritu Santo. Lo difícil fue convencer a los sacerdotes, que no aceptaron aquellas versiones y sometieron a José y a María a una curiosa prueba: debían beber el agua sagrada y dar siete vueltas alrededor del altar y si no se producía ninguna señal visible en sus rostros era indicio de que no mentían. Así lo hicieron, con lo que al final quedó probada la inocencia tanto de la santa virgen como del buen carpintero.

Segunda Sección

Los magos

Es sabido lo que sucedió después: el precipitado viaje a Belén para empadronarse, el parto que se presenta, mientras José había ido a buscar a una comadrona, en el refugio de una gruta, iluminada por una luz resplandeciente, como si fuera de día, y sobre la gruta una estrella enorme que brillaba. Allí, en la gruta, estuvieron tres días la madre y el niño, y los otros tres siguientes hasta la circuncisión, en un establo, arropados por una mula y un buey que adoraban a Jesús, como pronto empezaron a hacer otros animales.

En aquellos primeros días, la llegada de los magos de Oriente es uno de los acontecimientos más destacados y cargados de simbolismo, tal como lo cuentan los evangelios apócrifos, quizá empeñados en establecer un nexo con la sabiduría mistérica de los magos caldeos, que en Persia habían desarrollado un elaborado sistema de conocimiento y de magia. Zoroastro, el gran sabio persa, había anunciado que una estrella muy brillante avisaría del nacimiento de un ser divino entre los hombres. Así sucedió, en efecto, pues la misma noche del nacimiento de Jesús, cuando los sabios astrónomos estaban celebrando una fiesta con los dignatarios reales, una potente estrella se hizo visible, con lo que tres hijos de reyes tomaron tres libras de oro, incienso y mirra y, siempre guiados por la columna de luz, se dirigieron hacia Galilea. Los tres enigmáticos sabios caldeos habían recogido tales dones misteriosos de la «Caverna de los Tesoros», que era donde Adán los había depositado después del pecado original y se habían conservado de generación en generación.

Una vez realizada su ofrenda al Niño Jesús, como signo de que la milenaria sabiduría de Oriente lo reconocía como Mesías, la Virgen les entrega como recuerdo un pañal del Niño divino. Cuando llegan los magos a su tierra, deciden someter el pañal a la prueba de fuego y en el curso de una de sus ceremonias lo arrojan a la hoguera, para comprobar que no se había consumido, sino que permanecía entero, por lo que lo conservaron como una reliquia que se estuvo venerando primero en Bizancio y después en Francia, hasta que la revolución la destruyó.

En verdad, no estaban descaminados aquellos doctos astrónomos, según pudo averiguar Kepler en 1604, cuando descubrió que en torno al 1 de marzo del año 7 antes de la era cristiana se había producido una conjunción de Júpiter y Saturno, junto al Sol, Luna y Venus, situados en el signo de Piscis en ascendente, lo que potenciaba la conjunción, que habría durado hasta el 7 de julio. Por aquella fecha también se había producido el paso de un cometa brillante, lo cual explica las alusiones de los textos a la presencia de estrellas en las escenas de la Navidad.

La huida

Aquellos primeros tiempos de la infancia de Jesús fueron bastante ajetreados, no sólo porque continuamente se producían prodigios y curaciones milagrosas, apariciones de ángeles y sueños premonitorios, sino porque sus padres se vieron en la necesidad de trasladarse a Egipto, ante el peligro que representaba un Herodes furioso porque pensaba que los magos caldeos le habían engañado. Esta huida, que se produjo, según los textos apócrifos, cuando habían pasado dos años del Nacimiento, es uno de los episodios más sugerentes y llenos de prodigios.

Lo más duro fue la travesía del desierto, donde habitaban dragones y fieras hambrientas que, al ver al Niño, se inclinaban al paso de la comitiva divina y algunos hasta se incorporaban al séquito, haciendo de guías por aquellas extensiones. Pero la sed y el calor eran terribles, por lo cual, a los tres días de marcha por las ardientes arenas, María pidió que se detuvieran a descansar a la sombra de unas palmeras. No tenían agua y las palmeras estaban cargadas de frutos. La madre deseó comer de ellos y el Niño, con solo un pensamiento, hizo que se inclinase el esbelto árbol, proporcionándoles lo que no se especifica si eran dátiles o cocos. Para aliviar la sed de sus padres hizo brotar de las raíces una fuente que manaba agua fresca y dulce.

Pero Herodes, el malvado y celoso rey que temía perder su trono por el advenimiento del Mesías, había enviado sus veloces guardias a perseguirlos y una vez más, las piadosas palmeras del desierto sirvieron para ocultar a los fugitivos, formando una pantalla con sus ramas, con lo cual los guardias pasaron de largo y no los vieron.

Tercera Sección

Los cantares populares de la Navidad han recogido otro milagro, ocurrido cuando la Sagrada Familia regresaba desde Egipto a Galilea. Esta vez es el Niño el que pide a su madre de beber, y en esto llegan a un naranjal que estaba custodiado por un ciego. La madre le pide algunas naranjas para saciar la sed de su hijo:

«- Coja usted, buena señora,

coja usted, buena mujer,

y en cogiendo para el Niño,

coja las que quiera usted.

La Virgen, como era Virgen,

no cogía más que tres,

el Niño, como era Niño,

todas las quiere coger;

cuantas el niño cogía

volvían a florecer».

En premio a su generosidad, el ciego recibe de la Virgen un pañuelo para que limpie sus ojos, y al hacerlo, se ve curado de su ceguera.

La hermosa historia de los milagros de Jesús no había hecho más que empezar. Pero al principio, cuando no era más que un niño, bastante travieso por cierto, los prodigios formaban parte de sus juegos: les rompía los cántaros a los niños cuando iban a por agua al pozo, pero luego sentía compasión ante sus lloros y se los recomponía al instante, o hacía que los árboles se inclinasen para que sus amigos se pudieran subir a hacer de las suyas; otras veces hacía que se movieran los muñecos de barro que modelaban entre todos. En otra ocasión, su madre le mandó a por agua con un cántaro, pero tropezó y se le rompió la vasija, ante lo cual, Jesús recogió el agua con su pañuelo y así se la entregó a su madre.

El nuevo tiempo

Empezaba así una nueva época, hace de ello dos mil años, aunque se trata de una cifra convencional, pues hay versiones para todos los gustos para fijar la fecha exacta en que tuvieron lugar aquellos acontecimientos que cambiaron la historia del mundo. Desde luego, queda descartado que fuera el 25 de Diciembre, fecha que se hizo coincidir con la de otras celebraciones romanas como las saturnalias o la del nacimiento de Mitra, que se habían instaurado en el 274 a. C.

Así que el 31 de diciembre habremos celebrado el paso de un tiempo medido de manera un tanto arbitraria y relativa, lo cual no disminuye sin embargo la fuerte carga psicológica de sentir que una larga época se acaba, que otro ciclo comienza.

viernes, 10 de diciembre de 2010

El miedo al cambio

Se ha dicho muchas veces que el hombre es un animal de costumbres y es verdad. El hombre tiene muchos “amos” que se encargan de adiestrarlo en ciertos hábitos que le dan una sensación de seguridad dentro del conjunto, y son los mismos amos quienes se preocupan de generar el miedo al abandono de esos hábitos, al menos mientras así convenga a los propósitos de los mencionados adiestradores.Esta forma de temor psicológico, que llega a tomar posesión de los campos físico y mental en varios casos, se manifiesta también bajo otros aspectos humanos: miedo a la aventura, miedo al riesgo, miedo a perder cosas y aun miedo al éxito.

El miedo al cambio

Crecemos dentro de una sociedad configurada por diversas motivaciones, algunas naturales y propias de las necesidades históricas, y otras absolutamente artificiales, alentadas por intereses y modas que rigen por un tiempo el movimiento de las grandes masas.

Son, sobre todo, las necesidades artificiales o las que se tiñen de artificialidad las que más atan a los hombres y las que le impiden cambiar en cualquier sentido.

Nos explicaremos: por ejemplo, el amar y sentirse amado es una necesidad natural para cualquier ser humano, pero los consensos sociales de moda agregan al amor un conjunto de requisitos que lo vuelven artificial y casi imposible de vivir. Además del sentido debe haber dentro del núcleo unos bienes materiales y unas condiciones prestigiosas que cierran las puertas a una convivencia sana.

Pero el hombre mira lo que hacen todos los demás, y de la repetición de esos actos obtiene una tranquilidad psicológica que le permite ubicarse dignamente dentro del conjunto. Lucha por adquirir esas cosas entendidas como indispensables y, una vez que las tiene, no puede abandonarlas porque pierde su propia estabilidad, desgraciadamente generada sobre soportes exteriores a uno mismo.

De igual manera, las modas imponen determinados estilos de conducta, de lenguaje, de trato humano, de opiniones y creencias que aseguran la “normalidad”, al menos por un tiempo. Hay que estar al tanto para seguir esas corrientes impuestas y variar junto a ellas para no alejarse ni un paso del rebaño.

De allí el miedo al cambio. Todo cambio, si es sustancial, supone destacarse para bien o para mal, salir de lo comúnmente aceptado, arriesgarse a ser diferente y, por lo tanto, a perder algunos de los preciados valores establecidos por la artificialidad. Es posible que desaparezca el falso afecto de quienes poco y nada nos querían y el prestigio inestable de aferrarse apenas a una modalidad pasajera.

Para nosotros, aspirantes a filósofos, amantes de la sabiduría, el primer y fundamental cambio que debemos promover es el despertar de la conciencia. En cuanto ella emerge dentro de la masa amorfa de nuestras necesidades e imposiciones físicas, psicológicas y mentales, suscita simultáneamente un conjunto de cambios correlacionados.

Mientras se vive a ciegas, no importa adoptar una u otra costumbre y aferrarse a ella, pero la conciencia activa obliga a recapacitar sobre muchos aspectos de la existencia que antes parecían no tener ninguna importancia.

El filósofo se acostumbra, sobre todo, a hacerse preguntas profundas acerca de la vida, de sí mismo, del destino… Su mente se vuelve más inquisitiva y lo lleva a cuestionarse su propia forma de ser, mostrándole nuevos cambios de perfección constante.

Los cambios que se propone el filósofo no responden a modas ni aceptaciones generalizadas; por el contrario, son cambios ascensionales en que cada paso es un escalón de superación. Más que de cambios, deberíamos hablar de las únicas y verdaderas adquisiciones que hacen al ser humano, al margen de los otros cambios de fortuna material, al margen de la vida y de la muerte, al margen de pasiones y opiniones.

¿Por qué, entonces, el miedo, cuando intelectualmente se sabe que estos especiales cambios solo traerán bienes consigo y llevarán a un mayor desarrollo espiritual? Porque estos cambios hay que hacerlos a solas, frente a frente con uno mismo, sin que valga de nada el beneplácito de los otros, sin que importe el aplauso o la crítica de los demás. Porque estos cambios suponen algunas pérdidas, claro está, pero son las pérdidas que darán paso a nuevos valores mucho más estables y armonizadores. No conocemos a ningún héroe que no haya pasado por pruebas arriesgadas y lo haya intentado todo hasta salir victorioso. Y porque, como decíamos al principio, hay quienes temen incluso al éxito, sabiendo que una vez conseguido, habría que mantenerse a la altura de ese éxito, sin permitirse caídas ni depresiones, pues el éxito interior tiene fuertes exigencias ante la propia conciencia.

Pero ¿no vale la pena intentarlo?
El destino del hombre es llegar a ser lo más perfecto como hombre y, en todo caso, como lo apuntan las tradiciones esotéricas de todos los tiempos, crecer más allá de la condición humana hasta hacerse digno discípulo de los dioses y no de los “amaestradores de hombres”. A ese destino habremos de llegar todos, tarde o temprano, con más o menos sufrimiento. Pero el cambio es la condición inexcusable. Entonces, ¿por qué no empezar ahora mismo? ¿Por qué no desprenderse del miedo, que no es ningún bien positivo? ¿Por qué no desarrollar la valentía del que sabe lo que quiere y lucha por poseerlo?

En nosotros está la elección: o el vulgar miedo al cambio de lo que cambia de todas maneras y nos deja desamparados, o el valor del cambio definitivo que nos convierta en hombres y mujeres firmes y seguros de sí mismos, caminando por la Vida y de frente hacia el Destino.
Delia Steinberg Guzmán


viernes, 12 de noviembre de 2010

Los Espíritus Elementales de la Naturaleza

Los Espíritus Elementales de la Naturaleza

Jorge Ángel Livraga Rizzi

Dada la finalidad de este pequeño libro, nos referiremos ahora a las formas que asumen a la visión y percepción humanas los Elementales.

Los Espíritus Elementales de la Naturaleza

Anteriormente hemos dicho que los Espíritus de la Naturaleza tenían por cuerpos formas de energía y que no eran estrictamente físicos o materiales en la versión común del término, aunque la energía es también material y a diario nos muestra sus efectos en el plano más denso de acción.

El hecho de que la llamada "electricidad" sea energía y normalmente invisible, no quita que al correr por la superficie de un cable metálico produzca fenómenos materiales traducidos en movimiento de pesadas piezas de una máquina, que a la vez mueve o traslada toneladas de materia. Y todos conocemos los fenómenos meteorológicos que se traducen en rayos y relámpagos, centellas y "luces de San Telmo". Por otra parte, la existencia de estados vibratorios intermedios entre la energía invisible y la materia visible, hace que según se rebasan estas fronteras, de "arriba" a "abajo", la posibilidad de observación humana de los elementales se potencie, aun sin proponérselo. Pero normalmente los Elementales tienen su parte más densa o "cuerpo" en el Plano Energético, pudiendo en condiciones favorables ya citadas reflejarse hasta cierta corporeidad en las zonas etéricas que son mezcla y enlace entre lo que podemos llamar energía - cuya característica es la carencia de forma perceptible por nuestros sentidos - y la materia - cuyas características nos son evidentes y fácilmente registrables. De ello podemos colegir que los Elementales tienen como propiedad una plasticidad mucho más "veloz" que la nuestra, siendo sus formas más inestables y dinámicas. Cuando esas formas se lentifican es cuando se corporizan y su visión se vuelve más fácil, bien por factores naturales que mencionamos anteriormente, o bien por la voluntad de quien quiera verlos, voluntad que ha de ser fuerte pero no agresiva, pues cualquier inestabilidad en ella repercute en los Espíritus de la Naturaleza y los ahuyenta hacia sus "refugios" energéticos y a los juegos ópticos propios de su extraordinario poder para disimularse en los mismos Elementos en que habitan.

Aunque sus variedades son prácticamente infinitas, como también lo son las de todos los seres vivos, podemos citar algunos ejemplos clásicos de Elementales.

LOS DE LA TIERRA: GNOMOS, HADAS Y ENANOS

Denominación extraída del griego, genomos, o "el que vive dentro de la tierra". La variedad de estos Espíritus de los Elementos es, como en todos los demás, tan grande que abarca desde ciertos monstruos (que así podríamos llamarlos basándonos en el latín, en el sentido de "prodigios" o "alteraciones de lo normal", y siendo para ellos la tierra sólida el ámbito en el que se mueven, como para los humanos lo es el aire, no encuentran otra resistencia en las más duras rocas, que nosotros ante las ráfagas de viento), hasta los pequeños enanos que refleja el folklore de todos los pueblos. De los primeros podemos decir que están en continuo movimiento, en expansión y retracción, pudiendo alcanzar tamaños semejantes al de los más grandes mamíferos conocidos. Los segundos, de aspecto humanoide, no suelen levantar del suelo más de un par de palmos.

Estos últimos son los más conocidos: enanos u hombrecillos inocentes, bondadosos y crueles como los niños. Carecen de toda conciencia ética y no podríamos decir de ellos que "buenos" ni "malos".

Traviesos por naturaleza, gustan burlarse de quienes los buscan torpemente y son, en cambio, sumisos servidores de los verdaderos Magos. Aunque los tiene que haber de ambos sexos, ni las narraciones ni mi propia observación registran hembras. El aspecto suele aparentar una edad madura, aunque no representa lo que nosotros llamamos "edad", pues viven siglos y no conocen, como nosotros, los estados de niñez, adultez y vejez. Sus apariencias son siempre las mismas.

Salvo la cabeza, grande en relación al cuerpo como en el caso de los enanos humanos, son bien proporcionados.

Van siempre vestidos y parece ser que, sobre un "patrón" de ropa a la manera campesina, copian las modas humanas que les son contemporáneas cuando nacen, y así las guardan todos los siglos que duran sus vidas. No existe apariencia de desgaste en dichas ropas, aunque no dan la sensación de ser nuevas sino arrugadas y ajadas como si fuesen muy viejas, pero indestructibles.

Aun en los mayores grados de materialización, obtenidos tan sólo en condiciones especiales y en lugares no frecuentados por los humanos, no emiten sonidos ni los perciben.

Huyen del Sol y aman la luz de la Luna, de los pequeños candiles y de las luciérnagas. Apacibles, suelen estar mucho tiempo inmóviles.

Los hay no mayores que la altura de un puño, no más altos que un pulgar, como dicen los cuentos para niños. Estos son muy difíciles de percibir por los adultos, aunque ellos han de creer todo lo contrario, pues en presencia o cercanía de los humanos se "esconden" tras las cosas, en los rincones menos iluminados o, aprovechando su poder de pasar a través de la materia, en los cajones de los muebles que no han sido abiertos en mucho tiempo. Gustan de la cercanía de los niños y les sugieren lugares y posiciones para sus juguetes, bailes y cantos, rondas y juegos de escondrijos. Traviesos, hacen encantamientos psíquicos que evitan a los adultos el hallar pequeñas cosas como ser lapiceros, gafas, agujas, clavos. Retirado el "velo", se divierten viendo cómo se encuentran las cosas perdidas, a veces en lugares distintos a los que estaban, lo que presupone en ellos una cierta posibilidad de traslación, aunque es mucho más corriente que sus propios encantamientos, unidos a los desconciertos, angustias y apuros que provocan sus travesuras en los humanos, hagan que sean las mismas personas las que lleven el objeto en la mano y lo coloquen en otras partes sin ser concientes de ello.

En las épocas de las Corporaciones Laborales, cuando el hombre no había automatizado su posibilidad de trabajo y cuando ponía verdadero interés en él - tal cual lo vuelven a poner los artesanos - los pequeños Gnomos eran sus invisibles compañeros de taller, sus ayudantes de tareas. En casos excepcionales, algunos ocultistas lograron con su magia hacer trabajar ejércitos de Gnomos, materializados por lo menos en parte, en su auxilio; pero tal tipo de trabajos forzados desagradan a los Elementales, los que gustan tener cierta iniciativa que es un equivalente al juego o diversión.

También se han registrado en Oriente una variedad de Gnomos, o simplemente mutaciones de los mismos, que llegan a tener una apariencia humana normal y que ayudan a los viajeros en los caminos, pueden hablar y dar consejos, aunque no comen ni duermen como los humanos y tampoco envejecen. En estos casos están siempre solos y son confundidos con monjes. La misma versión la encontramos en la antigua Grecia, pues los monakhós eran los emisarios de Hermes que, en las encrucijadas de los caminos, tenían sus escondrijos y cuidaban las primitivas ermitas. Se decía de ellos que no comían ni amaban, ni hablaban casi, prefiriendo hacerse entender por señales. La tradición quiere que tuviesen algo en su anatomía diferente a la de los humanos: las puntas de las orejas, lo que los emparentaba con otro tipo de Elementales de los bosques que luego fueron llamados Silvanos. El típico gorro de Hermes servía para ocultar esta anormalidad, que muchas veces fue relacionada con el Mito del Rey con orejas de burro y dotado de poderes parapsicológicos, como Midas.

Los Gnomos u hombrecillos pueden, si lo desean, trasladarse con enorme velocidad y estar instantáneamente donde quieren estar. Y así, hacen pequeños servicios a los Magos que están en relación de trabajo con ellos, como avisos en base a ligeros golpes dados en muebles, y otros que veremos más adelante. A pesar de no tener un alma en grado de diferenciación, como la humana, logran la apariencia de ella bajo la influencia de un ocultista práctico que pueda comunicarse efectivamente con ellos.

Las Hadas son asimismo Elementales de la Tierra, aunque sus múltiples variedades y la tradición literaria y popular las exalta de tal manera que, en numerosos países, la denominación es sinónimo de hechicera o maga, como en la versión de la Baja Edad Media y la Renacentista del Mito de Merlín en la Saga de Arturo, en donde Morgana aparece como un Hada.

De apariencia similar a la humana, sus tamaños varían entre el diminuto y el de una persona normal.

Regidas asimismo por la Luna, gustan reunirse en lugares alejados de toda presencia humana y bailar en círculos en los prados circundados de bosques. La especial forma de reproducción de las setas, que configuran una expansión de la especie en forma de anillo, ha emparentado estos vegetales, en la tradición popular, con los círculos de las Hadas. Es que, ciertamente, son las Hadas muy expertas en el conocimiento de las virtudes ocultas de las plantas y de los minerales. Hábiles en encantamientos, magias y hechicerías, inspiran a los curadores naturales sus extrañas y a la vez rudas artes, en donde se mezcla la intuición con el recuerdo mutilado de una ciencia perdida. Cierta variedad está estrechamente ligada a los humanos, y en las viejas monarquías solían dar a los recién nacidos sus regalos en forma de bendiciones, o de maldiciones si había circunstancias negativas de por medio. Gustan de los niños en general, sugiriéndoles juegos y protegiéndolos de los peligros, e inspirándoles telepáticamente las acciones que los preserven vivos y alegres.

Son atraídas por las golosinas y dulces, cuyo perfume y "doble" las tienta a correr con la para ellas no siempre grata compañía humana. Gustan de los sonidos armónicos y de las figuras geométricas circulares. De aspecto femenino, no conozco si las hay varones. No son las contrapartes femeninas de los Gnomos, como vulgarmente se cree, pues sus características y naturalezas son distintas y se "ignoran" los unos a los otros, como pasa con los animales de diferentes especies.

Texto extraído del libro Los Espíritus Elementales de la Naturaleza


domingo, 24 de octubre de 2010

Los monos son capaces de reconocerse en el espejo

Los monos pueden reconocerse a sí mismos cuando se miran a un espejo. A pesar de que los científicos pensaban que los chimpancés y los orangutanes eran los únicos primates capaces de tener conciencia de sí mismos, un estudio llevado a cabo en la Universidad de Wisconsin-Madison (EEUU) ha demostrado por primera vez que algunos monos macacos Rhesus ('Macaca mulatta') también se reconocen cuando ven su imagen proyectada en un espejo.

Los monos son capaces de reconocerse en el espejo

Los monos pasaron con éxito la llamada 'prueba de la marca', que consiste en colocar en una zona visible de su cara un signo distintivo. Los animales que se tocaban esta marca mientras se miraban al espejo mostraban que se habían reconocido. Además, examinaron con atención zonas de su propio cuerpo que nunca habían visto, sobre todo los genitales. En algunos casos, los monos se giraron y se colocaron hacia abajo para verse mejor. En otras ocasiones, agarraron y ajustaron el espejo para conseguir una mejor perspectiva de su imagen. Tan pronto como los investigadores cubrieron el espejo con un plástico negro, el interés de los monos se esfumó y dejaron de comportarse de este modo.

Diferencias cognitivas entre simios

Hasta ahora, experimentos similares llevados a cabo con otros monos mostraban que, habitualmente, estos animales ignoraban la imagen proyectada en el espejo o adoptaban una actitud defensiva, pues interpretaban que se trataba de otro mono que estaba invadiendo su espacio. Los chimpancés y los orangutanes eran hasta ahora los únicos simios que habían pasado con éxito la 'prueba de la marca'. Cuando se miraban al espejo, reconocían su imagen, hacían muecas y gestos graciosos y miraban o tocaban la marca que los científicos habían colocado de manera temporal en su cara.

Durante cuarenta años, los científicos pensaban que muy pocas especies animales podían reconocer los límites entre ellos mismos y el mundo que los rodea. El hecho de que los chimpancés -los animales más parecidos al hombre-, sí sean capaces de detectar la marca en el espejo mientras que la mayor parte de los simios aparentemente no lo son, llevó a los científicos a plantearse que existen diferencias cognitivas entre los grandes primates y el resto.

Sin embargo, el nuevo estudio llevado a cabo por el investigador Luis Populin mostró que, en determinadas circunstancias, los monos son capaces de reconocerse en un espejo y llevan a cabo una serie de gestos propios de las especies que tienen conciencia de sí mismos.

Conciencia de sí mismos

Populin, que investiga las bases neuronales de la percepción y del comportamiento, colocó implantes en la cabeza de dos monos Rhesus durante un estudio sobre el desorden de déficit de atención. Abigail Rajala, uno de los investigadores de su equipo, observó que uno de los monos se reconocía en un pequeño espejo, contradiciendo lo publicado hasta ese momento en revistas científicas. El estudio que llevaron a cabo para comprobar si, efectivamente, podían reconocer su imagen, dio la razón a Rajala: los monos se tocaban la marca mientras se miraban en el espejo y se comportaban como si se reconocieran

Los monos Rhesus se unen así al pequeño 'club' de animales que han pasado esta prueba y han demostrado tener conciencia de sí mismos: delfines, orangutanes, un elefante y una especie de ave. El reto de los científicos ahora será averiguar cómo ha ido evolucionando esta capacidad tanto en los primates como en otros animales. De hecho, los investigadores creen que la prueba de la marca quizás no sea suficientemente precisa como para detectar en especies menos desarrolladas la capacidad de reconocerse a sí mismos.

Teresa Guerrero
www.elmundo.es


viernes, 15 de octubre de 2010

La Filosofía ayer y hoy

La Filosofía ha sido representada muchas veces por la imagen de una mujer, más o menos seria, altiva y guapa, que genera en su entorno sentimientos encontrados de atracción y dificultad, de anhelo y extrañeza, deseo y rechazo. Quizás la culpa no sea de su digno porte, ni de su vestimenta, si no más bien del texto que a veces lleva en la mano, al que muchos tildan de incomprensible o inutil, de no responder a sus necesidades inmediatas o al programa de vida diario. Todo esto ¿responde a la realidad de la Filosofía Antigua, o es una deformación generada por el largo viaje que su imagen a realizado en el tiempo?

Preguntémonos ¿Nos gustaría ser felices, no tener carencias, ser fuertes en la adversidad, ser libres y buenos? ¿Querríamos tener una vida plena y perfecta, vivir "divinamente"?

Pues todo esto y mucho más son dones de la Sabiduría y la Filosofía es el Amor a la Sabiduría.

Acabamos de descubrir la pólvora una vez más, sabemos lo que buscamos, pero la cuestión es ¿sabemos cómo encontrarlo? porque desearlo no es difícil, lo difícil es encontrarlo y será tanto más difícil sino ponemos los medios, sino somos consecuentes con nuestros más íntimos deseos. El absurdo o paradoja humana más frecuente es buscar algo y caminar en dirección contraria, así es como nos perdemos, nos sentimos lejos de la meta, desorientados y solos.

Y aún nos preguntamos ¿esa Sabiduría o vida perfecta y plena, está fuera de nosotros? ¿es algo que podemos añadirnos? ¡no! no es posible. El fin más noble de la vida no puede depender de las circunstancias, tiene que depender de nosotros mismos. Al no poder controlar las circunstancias ni a los demás, estaríamos en manos de nuestra novia, marido, padres, amigos, instituciones, fuerzas de la naturaleza... El mundo tendría que ser a nuestra medida y ¡no lo es!

Decía Ortega (y muchos lo han oido): "yo soy yo y mis circunstancias". Hagamos un sencillo esquema:

La Filosofía es el camino que lleva de las circunstancias al Yo, de la Ignorancia a la Sabiduría. No es un Instrumento, pues nace en el corazón humano, no es exterior al filósofo, es Amor (o un deseo muy fuerte) que nace en el filósofo, no le viene de afuera, ni de Platón, de Sócrates, o de Aristóteles, ellos son solo un ejemplo, algo que puede estimularnos. La filosofía de cada uno es su Amor a la perfección de la vida, que es Sabiduría. La Sabiduría está en el Universo, pero nace y se expresa en el Sabio como un modelo, que puede ser seguido pero no transferido.

La Ignorancia sin embargo, nace de mi, de mi falta de Yo, de mi falta de ser. Luego, ¿cómo me acerco a la Sabiduría? transformandome por el camino del Amor a la Sabiduría, por el camino de la Filosofía. El Instrumento soy yo, y me transformo sirviendo al Amor, sirviendo a la Filosofía. Acercarnos a la filosofía es acercarnos a nuestro corazón, a nuestros más profundos anhelos, a la verdadera meta de la Vida. Nuestro problema es sobre todo de actitud, de disposición equivocada y tambien de imagen falsa de lo que es Filosofía.

Delia Steinberg Guzmán

domingo, 13 de junio de 2010

La primera célula biosintética

Imagen: a) La primera "célula biosintética" se llama Mycoplasma mycoides JCVI-syn1.0, tiene un color azul debido a un marcador químico. b) Mycoplasma mycoides corriente. c) para el escaneado las muestras fueron fijadas en tetraóxido de osmio

El equipo dirigido por Craig Venter , aseguró que en 2009 presentaría al mundo la primera forma de vida artificial y este 20 de mayo de 2010 se ha hecho público un estudio en la “revista Science” titulado “Creation of a Bacterial Cell Controlled by a Chemically Synthesized Genome”, donde se anuncia la creación de la primera célula biosintética de laboratorio, un gran logro que supone un paso más en la historia de la ciencia.

Hay que aclarar que no han logrado una célula artificial generada por completo a partir de elementos inertes, sino que se trata de un híbrido, con la estructura natural de una bacteria viva y el material genético artificial. Primero se generó un cromosoma sintético, una réplica del genoma de la bacteria Mycoplasma mycoide y después lo trasplantaron a otra bacteria viva: M. capricolum que actuó como un contenedor para crear una nueva. Una vez implantado, el ADN de síntesis se activó y comenzó a funcionar en la nueva célula.
Esto podría permitir en un futuro no muy lejano, fabricar bacterias y todo tipo de microorganismos a la carta de forma artificial.

Sin duda, tanto avance científico y tecnológico genera un gran desarrollo para nuestra civilización, mayor comodidad y bienestar. Nos hace el día a día más fácil y aumenta nuestra esperanza de vida, logrando la curación de enfermedades que hoy todavía no la tienen. Sin embargo, todos estos logros tan importantes para la humanidad requieren que paralelamente se produzca un desarrollo interno del ser humano. La ciencia y su crecimiento necesitan unos valores morales que lo justifiquen y le den sentido. Si no corremos el riesgo de que nuestra civilización continúe avanzando, pero dejando en el olvido nuestra finalidad última: desarrollar todo aquello que nos hace plenamente humanos.

martes, 8 de junio de 2010

"El peso del corazón egipcio"

Cuando un egipcio moría, el dios Anubis, dios de los muertos, acogía a los difuntos en las puertas de sus tumbas guiándoles al Más Allá.
Una vez en la "Sala de las Dos Verdades", Anubis es el encargado de llevar al difunto para que su alma sea pesada, vigilando el fiel de la balanza con la finalidad de que nadie pueda falsearlo, durante el juicio de Osiris.

El peso del corazón es una representación simbólica, el corazón representa la vida que el difunto vivió; para los antiguos egipcios el corazón era el lugar del pensamiento, de la emoción y de la propia vida. Los egipcios pensaban, cuando llegaba el momento de la muerte, que si un hombre había vivido y actuado de acuerdo con Maat (diosa de la justicia), es decir, había ajustado su existencia a la verdad y la justicia, cuando fallecía su vida estaba asegurada en el más allá para siempre. Ahora bien, si el hombre no había sido justo, es decir, si tuvo mucho apego a lo material y muchos vicios, el corazón será pesado, y después devorado por el monstruo que representa la naturaleza material, donde todo muere y nace.

El capítulo 125 del "Libro de los muertos", explica el momento del peso del corazón: “El individuo, en presencia de Osiris, Señor de las Dos Maat, y de otros 42 dioses, debía prestar una solemne declaración de inocencia e, inmediatamente después, su corazón era pesado ante Maat. En uno de los platillos de la balanza se colocaba el corazón, en tanto que en el otro se colocaba una pluma de avestruz, símbolo de Maat. El corazón, si era justo, debía pesar menos que la pluma. Thot (el dios escriba) registraba el resultado sobre una tablilla y declaraba en su caso al difunto "justo de voz". En otro caso, un ser monstruoso, devoraba al fallecido devolviéndolo al mundo de la materia donde se encontraría con las consecuencias de sus actos.

viernes, 4 de junio de 2010

Paz interior, paz exterior ¿son posibles?

Primero, sería bueno saber qué es la paz. Algunos piensan que la paz es quietud, no moverse. Pero imaginemos un hombre apresado por una gran catástrofe entre una masa de escombros. La quietud no es para él, indudablemente, la paz. A veces se piensa que la paz es poder trabajar. Tal vez pueda serlo, pero tampoco podría identificarse del todo con ella. La paz es algo mucho más interno, una actitud interior; y para poder hablar de la paz en el mundo, deberíamos comenzar a hablar de la paz en el hombre.
Paz interior, paz exterior, ¿son posibles?

Como filósofo e historiador, no creo en los sistemas, porque si los sistemas fuesen buenos, con tantos como ha habido en la historia, ya habría sido suficiente para alcanzar cualquier meta.

Estar en un mundo altamente comunicado puede llevarnos a una situación de angustia interior, que se refleja igualmente en una angustia exterior. Esto es lo que los antiguos griegos, en el teatro trágico, llamaban “hybris”, aquello que se salía del camino universal, de la armonía universal, un error que engendraba otra larga cadena de errores.

La vida, con sus distintas circunstancias, va especializando la labor de cada hombre, y nos vamos olvidando de aquel niño hecho de esperanza que estaba en nuestro interior, y que, según Jesucristo, nos permitiría entrar en el Reino de los Cielos.

Es como ese pequeño niño dorado de los antiguos misterios de Dionysos, al que se comparaba con un delfín mágico que podía sumergirse en las aguas y saltar de nuevo. Es el niño inmortal que está más allá del tiempo, y que a través de las innúmeras reencarnaciones aparece o desaparece, pero que se halla siempre presente porque su esencia misma es la eternidad, la duración, la permanencia. Así pues, con este espíritu filosófico, vamos a tratar de ver si es posible tener paz interior y paz exterior.

¿Qué es lo que somos? Somos un misterio. Somos aquello que está detrás de todas las cosas, una especie de observador que trasciende todo tipo de manifestación. ¿Cómo poder entonces lograr la paz interior? Hemos de insistir en que cuando hablamos de paz, no lo hacemos de quietud. Salvo excepciones, no creemos en el santón de la montaña, que se sienta en un lugar alejado, tal vez repitiendo una fórmula, que permanece quieto y con eso consigue la paz. No hay que confundir paz con quietud. Ese hombre puede estar quieto y no tener paz en su corazón. La paz es algo más que la quietud o el movimiento, porque quietud y movimiento son situaciones relativas que no tienen un valor en sí.

El mundo, con sus espejos, refleja muchas veces ideas falsas, y nos va situando en un eje de relatividades. Es muy difícil dar un valor exacto a las cosas. Cualquier objeto puede ser grande o pequeño según lo que nos sirva de comparación.

Para lograr una paz que realmente sea interior, no la podemos buscar en la quietud ni en el movimiento, sino en una armonía justa, que se basa en la verdadera armonía universal, en la que el hombre no se vea como un elemento aislado, enemigo del hombre y de la Naturaleza, sino como amigo de todo. Y no es amigo el que comparte una mesa, sino el que está junto a nosotros. Como dirían los antiguos romanos, es el que está en concordia, corazón con corazón.

Hay que saber, pues, que para lograr esta paz interior tenemos que armonizarnos con nosotros mismos. Existe dentro de nosotros, de una manera natural y no provocada, cierta armonía; simplemente la estamos rompiendo y contaminando con nuestra forma de vida. Hay que buscar la armonía interior, y es algo más bien fácil, si es que nos proponemos lograrla.

Creemos que la paz es una actitud interior de armonía, una armonización con nosotros mismos y con nuestros propios componentes.

Los antiguos filósofos esoteristas enseñaron que el hombre no es simplemente una envoltura carnal con un alma subjetiva que vuela por encima del cuerpo. El hombre es mucho más complejo y, pedagógicamente, puede decirse que está compuesto de siete cuerpos o “aspectos”.

Cada una de las partes que componen nuestro propio ser mantiene una forma de separatismo interior. Las emociones siguen su camino, la razón el suyo, y muchas veces tenemos ideas que, por no ser creativas, se convierten en formas mentales circulares, como la mítica serpiente que se muerde la cola: en vez de surgir en un nuevo plano, que es lo lógico, se quedan en el mismo plano dando vueltas. ¡Cuántas veces no hemos tenido una idea circular! Estas ideas siguen todo un proceso, y luego lo repiten y repiten, y en vez de llegar a conclusiones, vuelven a comenzar el ciclo circular. Eso es lo que, en parte, va amordazando y asesinando nuestra paz interior, nuestra paz simple y sencilla.

Cada uno de nosotros tiene que tener el valor moral suficiente para encontrar su “rayo de luz” y seguirlo, aunque se le considere cursi, aun en contra de la opinión de otros. Debemos seguir lo que consideremos correcto, sin importarnos lo que los demás puedan decir. Y no ha de entenderse esto en el sentido egoísta y despectivo, sino para poder mantener dentro de nosotros un bastión de individualidad, un bastión de libertad interior, sin el cual nunca encontraremos la paz; porque como badajo de campana fuertemente sacudido, atraídos por los unos y los otros, vamos dando vueltas y dándonos de cabeza contra un lado y otro, sin saber por quién repicamos, ni si es a muerto o gloria.

Un poema de Amado Nervo dice: “Vida, nada te debo; vida, estamos en paz”. Puede parecer cursi, pero es un sentimiento completamente válido y natural. Tan solo aquel que alguna vez haya tenido el valor de quedarse a solas sobre una roca junto al mar, haber caminado en un bosque, haber estado a solas consigo mismo, sabe de esta comunicación con la Naturaleza, con el Sol, con las estrellas; y sabe cuánto vale el haber amado, y cuánto vale también el que nos amen.

Vale más amar que ser amado. Es mejor ser fuente que da, que pozo que recibe. Lo mejor es ofrecer, dar, tener la capacidad de amar sin hacer un cálculo previo de cuánto nos debe reportar este amor. Entonces algo se despierta dentro de nosotros y vamos entendiendo nuestro entorno. Vamos entendiendo al pájaro, a la montaña, al viento, y también a nuestros hermanos los hombres; vamos entendiendo la historia de los distintos momentos por los que pasó la Humanidad; vamos comprendiendo, de una manera pacífica, toda la sabiduría que hay en el mundo, que es fruto de Dios; y es también fruto de Dios la armonía universal en la cual todas las cosas está unidas.

Esta unión entre el Sol y las plantas, el Sol y los animales, los animales y nosotros, las estrellas y los hombres, es lo que nos da la paz interior, la paz de saber que Dios ha pensado todo esto, que todas las cosas están pensadas de tal manera que nuestro sufrimiento siempre es soportable.

Muchas veces nos preguntamos lo que nos pasará cuando muramos, ya que, como todos vamos a morir, es algo que nos interesa a todos, aun a los más jóvenes. Y una voz interna nos responde: ¿y qué pasó cuando nacimos? ¿Acaso no nacimos de una manera natural, y hubo gente que nos quiso por nosotros mismos, sin importarles si traíamos o no un pan bajo el brazo? Esos seres fueron nuestros padres. ¿No tendremos también padres al otro lado de las puertas de la muerte? Tal vez no sean los mismos. ¿Existirían verdaderamente los ángeles custodios, según nos hablan tantas tradiciones antiguas?
Paz interior, paz exterior, ¿son posibles?

En aquella época en que los niños, antes de dormir, rezaban una pequeña oración al ángel de la guarda, ¿no había más relación con la paz interior que hoy en día, en que se acuestan después de ver la televisión sin enseñarles nada profundo?

Paz interior es poder encontrarse a sí mismo, reconocer que en esta gran sabiduría divina, no todos hemos nacido para la misma cosa, y que cada cual tiene su camino, su destino, su alimento, su viento y su forma de ser y de expresarse.

Consideramos que Dios ha pensado todo esto. Todo lo que nos pasa, todo lo que nos va a suceder está planificado de alguna manera, porque si Él ha pensado cómo se tienen que mover las hojas de las plantas, cómo han de desplazarse las pequeñas amebas que tienen una célula, ¿cómo no ha de pensar en nosotros, que somos más complejos, y en cierta forma tenemos más conciencia, y desde cierto punto de vista somos más importantes?

Así como los padres nos aguardan con esperanza, sin saber si seremos hombre o mujer, buenos o malos, hermosos o feos, nuestro Padre del Cielo ha de tener al menos similar actitud de bondad. ¿Por qué no pensar que nos haya amado desde el principio de los tiempos, que nos ame hoy y que nos amará siempre, que estamos todos sumergidos en el pensamiento, en la luz y en amor divino? De tal suerte, todas las inquietudes desaparecen, y aun las dificultades de la vida se ven como pruebas, como eslabones que tenemos que pasar para poder purificarnos.

Hay que recordar cómo se depuraba el agua en Egipto. Todavía hoy existen unos embalses o piletas ya secas, en las que antaño el agua pasaba de una a otra. En Tebas había una purificadora de agua que tenía siete grandes pilones. El agua del Nilo entraba en la primera y el barro grueso se iba al fondo; en la segunda ya estaba más purificada, y así hasta la séptima pileta, en la que el agua estaba completamente pura y potable. Si eso pasaba con el agua, ¿por qué no ha de pasar con el ser humano? Creemos que esto es un reflejo de lo que sucede con nosotros mismos.

El agua más pura no es aquella que está estancada en medio de una charca sin moverse, sino aquella otra que viene saltando cantarina a través de las piedras. De esta última sería de la que beberíamos, de la más pura. Y esa agua se ha purificado a través del choque, miles y miles de veces, con las distintas piedras; es esa agua que ha cantado con su dolor y que ha hecho una espuma blanca de esperanza y un arco iris de color en cada uno de sus golpes.

El hombre debe ser como el agua, debe correr a través de la vida igual que el agua, saltando, cantando, manteniendo una cierta alegría y una fuerza interior que le haga fluir, y teniendo la sabiduría simple y sencilla del agua, que sabe siempre dónde va, que sabe siempre dónde está el mar.

Nosotros, a veces, no sabemos hacia dónde vamos, pero si buscamos una brújula interior lo sabremos exactamente. Todos los dolores, golpes e inconvenientes no serán para nosotros nada más que pruebas.

Todos los elementos de la Naturaleza nos enseñan lo mismo. Si tuviésemos la sabiduría de la llama seríamos muy grandes. La coloquemos como la coloquemos, la llama siempre es vertical. Si el hombre pudiese, a través de los golpes de la vida, mantenerse vertical, entonces encontraría la paz en su corazón.

Para esa paz interior e individual, no bastan los libros ni las conferencias, sino que hace falta observar la Naturaleza; observar el agua, el fuego, observar el viento y las montañas. Para poder entender el Ser del hombre no hace falta tener grandes conocimientos, sino ir a lo profundo y encontrar el sentido de todas las cosas, de todo aquello que nos rodea y de todo aquello que tenemos en nuestro interior.

¿Es posible, también, llegar a una paz colectiva, a una gran paz? Eso es aún más difícil. Poder llegar a una gran paz implica que todos los hombres del mundo sean pacíficos. Si todos los hombres del mundo no son pacíficos, o al menos no lo son aquellos que detentan el poder, el mundo no lo será tampoco. No basta con que hagamos grandes alocuciones sobre las ventajas de la paz. Hace falta que nos reencontremos de nuevo, no pensando en utópicas sociedades, sino en un conjunto humano que pueda marchar desde Dios, en Dios y hacia Dios.

A nosotros, como tantos otros pueblos del globo, nos han dado muchas teorías y muchos esquemas, pero a la hora de la verdad, nuestro poder adquisitivo es menor cada vez, y la inseguridad ciudadana crece paulatinamente; las dificultades entre los propios hombres son más grandes, y las amenazas que se ciernen sobre nosotros más espantosas.

Ahora ya no se trata de un cuchillo de sílex o de hachas de bronce; tampoco son espadas, ni siquiera es un fusil; ahora se habla de guerras de tipo galáctico, de rayos láser que en lugar de curar matan, de extraños satélites espías que tratan de desestabilizar todo aquello construido en el mundo, de gases tóxicos, de desfoliantes que arrancarían las hojas de los árboles sumiendo al mundo en una especie de invierno perpetuo. Con estas amenazas, evidentemente, no pueden llevarnos a la paz. La labor política, colectiva y social, debe empezar cada día por una labor pedagógica. No podemos soñar utopías, no podemos creer que por lo que digamos, el mundo se volverá pacífico.

Cristo dijo: “Amaos los unos a los otros”. ¿Y cuántos son los que se aman? Y Buda dijo que debemos tener comprensión, y que es mejor ser víctimas que ser verdugos. ¿Y cuántos entienden eso? De tal suerte que si esos grandes seres, encarnaciones de la Divinidad, como queramos llamarlos, no han podido cambiar el mundo, no vamos a poder confiar demasiado en fórmulas, sino en aquello que cada uno de nosotros podamos hacer y transmitir.

Creemos que la paz exterior, la paz colectiva, pasa obligatoriamente por la paz en nosotros mismos. Mientras haya gante egoísta, aferrada a lo material, existirá la explotación en el mundo. Mientras haya personas que odian a otras por el mero hecho de tener ojos de diferente color, o porque les han caído mal, existirá el racismo en el mundo. Mientras haya genta que en vez de contestar con buenas palabras y razones y en lugar de entender al de enfrente, le dé un golpe o una patada, existirá la violencia en el mundo. Todas estas son pruebas que tenemos que enfrentar, y no podemos pensar en hacer un decreto de pacificación mundial; ya hemos visto de qué sirven los decretos, de qué sirvió la Sociedad de Naciones de Ginebra.

Tenemos que crear un mundo nuevo, recrear un mundo diferente. Esa recreación de un mundo distinto, de un mundo nuevo, pasa por cada uno de nosotros. De ahí nuestra exaltación del individuo, pero no egoísta, del individuo que sólo vive para sí, sino del que puede lograr en convivencia con los demás, que puede extender sus brazos, no solamente como una bendición, sino también fraternalmente, de manera que no se limite a compartir su capa con otro, sino que si hace falta, se la dé toda. Tal vez haga falta aún revisar aquello de “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Es tal vez necesario amar a nuestro prójimo más allá de lo que nos amamos a nosotros mismos, porque puede haber algunos que necesitan más amor que nosotros. Porque algunos de nosotros somos fuertes, o somos jóvenes, o tenemos potencialidad social o económica, pero hay muchos que no la tienen. Y los hay que no tienen nada más que una mano extendida que pide; y con ellos tendremos que tener más amor que el que nos tenemos a nosotros mismos.

¿No será hora de volver de nuevo a esa célula fundamental que es la familia, esa célula fundamental en la que los padres aman a su hijo antes de que nazca? Y no nos referimos obviamente a todas esas farándulas que hablan sobre familia y no-familia. Hablamos simplemente de la unión de un hombre y una mujer, y de si quieren realmente tener un hijo, de si le esperan realmente con amor. ¿Es que no podemos hacer lo mismo en cada instante? ¿Es que no podemos esperar a nuestros discípulos realmente con amor, sin importarnos cómo sean? ¿Es que no podemos esperar a nuestros empleados, a nuestros compañeros de trabajo, con amor, con una sonrisa?

Tal vez esta arma sea más fuerte que todas las demás. Tal vez ningún misil pueda cambiar el mundo. ¿Y si lo cambiase una sonrisa o una actitud diferente? ¿Por qué, cuando vamos a comprar algo, tenemos que entrar con el rostro oscurecido y seco? ¿Qué ganamos con esta negrura, qué es esta bestialidad que nos ha atrapado a todos? ¿Qué es lo que nos está pasando? ¿Es que estamos completamente locos?

Tenemos que tratar de salir del manicomio, tenemos que intentar regresar a una actitud simplemente normal, personal. No nos basta con leer aunque pueda ser bueno. También necesitamos una actitud personal, un contacto humano, un poco de amor entre las manos, y volver a tener una actitud natural frente a la gente, frente a la Naturaleza; que los animales no huyan cuando nos ven llegar, que el hombre no sea enemigo de todas las cosas, que no contamine el aire, que no contamine la tierra; que el hombre sea uno más dentro de la Naturaleza; tal vez su rey, pero que como rey esté al servicio de todos; tal vez su padre, pero no porque dé gritos, sino porque sepa traer el pequeño regalo, la sonrisa, la palabra, sin que necesite exaltarse para ser reconocido.

Aquel que más ama, que más fuerza de voluntad pone en sus actos, en sus pensamientos, en su corazón, es naturalmente padre. Y aquel que es naturalmente padre, sabe dar a todos de la mejor manera lo que tienen en su corazón, de forma simple, para que pueda entenderse y sentirse.

Lo que queremos es que cada uno sienta una pequeña inquietud, y allá, en el fondo de su corazón, si no amor, al menos un poco de paz. Si cada uno puede esforzarse en su oración interior, si puede sonreír un poco más, si mañana, cuando salga el sol, se ve en el espejo con un rostro no contaminado, si lanza a la gente una sonrisa, encontrará paz.

Paz es alegría, es armonía, es poder realizar en el mundo las mejores cosas. Paz es el Partenón y la Gran Pirámide; paz es el hombre que cuando va por la calle sabe dar una moneda a todos aquellos que lo necesitan; es la mujer que, estando en la casa, es luz para todos los que están junto a ella; es el anciano que enseña sus experiencias a los jóvenes, no con vanidad, sino para que no se ensucien con drogas físicas, psicológicas o espirituales, y traten de trabajar con fe en un porvenir.

Volvámonos como una lámpara transparente, para que la luz que por gracia de Dios tenemos todos, pueda llegar a todas partes. Entonces hallaremos la paz interior y estaremos trabajando para lograr esa paz exterior, que aunque no parezca cercana, merece que se trabaje por ella. No se trabaja por la paz con manifestaciones en la calle, sino realmente manifestando lo que hay dentro de nuestro corazón de manera que se pueda sentir.

Podemos amar a las golondrinas, a las piedras, a los hombres, al viento, a las viejas banderas, a las viejas glorias, pero es necesaria la paz. Y ello es posible si somos capaces de descubrir en el aire de la primavera esos signos de Dios que son las golondrinas; si podemos descubrir en medio del agua que cae rumorosa, los hilos blancos de la espuma y su canto al chocar, y la verticalidad de la llama. Tendremos paz, porque la paz nace de nuestra propia guerra interior, de nuestro enorme esfuerzo y acción, de nuestro amor.

Benditos sean aquellos que pueden sentir ese amor. Benditos sean aquellos portadores de la paz. Benditos sean aquellos que tienen el valor de decir que la paz es fundamental para todas las cosas, sin que importe el precio que tengamos que pagar por ella.
Las cosas caras, las cosas buenas se pagan. La paz es buena. Pagad por la paz. Pagad por nuestros sueños, para que la paz reine en el mundo, para que reine en nuestros corazones y cuanta relación exista entre las personas, los animales y las plantas. Entonces Dios estará con nosotros.


Jorge Ángel Livraga

lunes, 1 de marzo de 2010

La carcel del Tiempo


A través de estas palabras intentaremos ver qué es el tiempo y por qué nos aprisiona; qué es lo que podemos hacer para no estar siempre atados a un amo duro y cruel, que se suele manifestar en gran cantidad de casos bajo una apariencia pequeña e inofensiva, como los relojes que llevamos puestos.


Cuando hablamos de las grandes coordenadas que rigen al hombre y lo sitúan dentro de la existencia, mencionamos el “tiempo” y el “espacio”. ¿En qué espacio nos desenvolvemos?, ¿cuánto podemos llegar a durar? Nuestro espacio y nuestro tiempo, si bien son dos grandes coordenadas, se nos han tornado pequeñas y hemos olvidado que también se manifiestan, aunque con formas un poco más variadas, en otras dimensiones, en otros planos, en otras formas de ser que también posee el hombre.

Si al decir de los antiguos –e, incluso, como se sostuvo a lo largo de toda la Edad Media, y como muchos filósofos aún concuerdan en afirmar–, el hombre es algo más que materia, si en el hombre existen otras formas de expresión, otras dimensiones, el tiempo y el espacio se adaptarán, lógicamente, a esas otras dimensiones.

¿Es acaso el tiempo exactamente igual para el cuerpo, para la psiquis, para la mente, para el alma? Evidentemente no. Estas coordenadas se vuelven diferentes en cuanto entran en otro plano de manifestación. Se hacen más plásticas, el espacio tiene otra forma de expresarse, el tiempo tiene otra duración.

Hay un tiempo físico que son capaces de medir las manillas del reloj, hay un tiempo mental que nos sirve para aprender determinadas cosas, más o menos largo según lo que vamos a aprender, y hay un tiempo espiritual, al que podemos relacionar con la evolución, verdaderamente largo. En este sentido, a veces caminamos como la más pesada de las tortugas, si es que nos movemos.

Hagámonos las grandes preguntas que se hicieron los antiguos: ¿existe el tiempo, es el tiempo algo que corre? ¿O quienes corremos y nos movemos somos nosotros y el tiempo es, sencillamente, estático y se deja atravesar por nuestros cuerpos, por nuestra mente, por nosotros como seres espirituales?

El tiempo psicológico, el tiempo mental, el tiempo espiritual tienen una plasticidad que no tiene el tiempo físico. Y por eso el tiempo físico puede presentarse ante nosotros como una cárcel, con barrotes duros y rígidos que nos mantienen aprisionados hasta hacernos sentir que estamos inmersos en una trampa sin poder hacer absolutamente nada.

El peligro que entraña el no dominio del tiempo es que podemos llegar al final de la vida con una terrible pregunta a cuestas: ¿qué hice de mi vida? ¿Dónde están mis años? ¿Qué he logrado atesorar?

Apenas una carrera hacia delante, apenas un intentar mover los barrotes del tiempo y, sin embargo, la incapacidad, la imposibilidad de concebir algo que vaya más allá de la materia nos obliga a estar encerrados dentro de un diminuto reloj.

¿Por qué el hombre se encarcela dentro del tiempo? Hay varios factores que nos arrastran a ello. Por ejemplo, la incapacidad de concebir ninguna otra cosa. ¿A quién se le puede ocurrir pensar que el tiempo mental sea diferente?

Además, existe una fuerza difícil de vencer en el gregarismo humano. Cuando todos hacen algo, parece ser que debemos hacerlo. Y si todos se dejan atrapar por el tiempo, por lo visto debemos todos dejarnos atrapar por él igualmente y ser sus prisioneros.

Existe otro factor. Es el factor comodidad. El tiempo, la medición, la rigidez, la hora de sesenta minutos, el día de veinticuatro horas nos dan una cierta seguridad, un cierto dominio, como si pudiésemos manejarnos con cifras, con limitaciones o con dimensiones que nos tranquilizan. Porque si saltamos a otra dimensión, carecemos de medidas, nos sentimos inseguros e, inmediatamente, retornamos a nuestra cárcel como felices prisioneros.

Hace falta, pues, para no ser prisioneros del tiempo, empezar por desear salir de esa cárcel. No hay peor prisionero que aquel que se siente a gusto, cómodo, dentro de su cárcel.

Esto no es nada bueno. En viejos libros de muy antigua tradición, al discípulo se le recuerda: “Cuidado, discípulo: si tu alma sonríe dentro de tu cuerpo, si canta dentro de su crisálida de carne y materia, si llora en su castillo de ilusiones, sabe, discípulo, que tu alma es de la tierra”. Y así decimos nosotros siguiendo esta enseñanza: si nos sentimos a gusto dentro de los barrotes del tiempo, si somos felices midiéndonos en base a minutos y a horas, somos prisioneros nada más que porque queremos.

Porque queremos hemos escogido un ritmo de vida, un ciclo que nos obliga a hacer una serie de cosas determinadas en el tiempo.

Nace un niño y está el tiempo en que se le permite jugar porque es niño. Luego viene el tiempo en que el niño debe aprender a leer y escribir, porque dicho “tiempo” lo indica. Cuando algún niño manifiesta fuera de tiempo la posibilidad de leer o de escribir, todos aterrados publicamos y leemos: “monstruo hablando a los ocho meses; monstruo escribiendo a los 2 años”. No está en el tiempo; el tiempo indica que hay que tener determinados años para leer o escribir.

Y el tiempo nos sigue indicando hasta dónde llega el próximo barrote. ¿Cómo seguiremos viviendo? ¿Cuáles son los juegos que ya no se pueden jugar? ¿Cuáles son las ilusiones que ya no se pueden tener? ¿Cuáles los sueños que no se pueden sostener, porque ya no son de niños?

Cuando pasa el tiempo y se tienen catorce, quince, dieciséis años, ya no se puede ser inocente, porque claro, uno ya ha “entrado en la vida”. Ya no se puede soñar; la poesía debe cambiar, ya no se miran más los pájaros, y el sol y la luna son adornos en el cielo.

Más adelante sabemos que hay que preparar una carrera, eso es fundamental. Para valer hay que tener una carrera. Si a alguno no le gusta, mala suerte.

Resultado: a los tres días de terminado el examen final y con flamante diploma colgado en nuestra pared, nos hacen una pregunta y necesitamos consultar nuestros libros.

Esto sucede porque no se ha aprendido verdaderamente. Fue una de tantas imposiciones del tiempo. Como esas otras imposiciones que dicen que hay que casarse, cosa que está perfectamente bien siempre y cuando no lo imponga el tiempo y sea una decisión natural de dos personas que quieren hacerlo, pero no porque hayan cumplido los años “propios” para ello.

El eslogan más corriente es decirle a una pobre niña, amargándola para siempre: “Hija, ya tienes veinticinco años, ¿cuándo te vas a casar?, ya es tiempo, ¿verdad?”. Y claro, la pobre siente que sus veinticinco años son una tonelada que lleva a las espaldas, y como no se ha casado todavía, será marcada por siempre jamás, porque no entró en la rueda del tiempo, en la cosa señalada.

Cuando ya se casan y el hijo no nace más o menos pronto, viene la otra pregunta: “Hijos míos, ya lleváis tres años casados: ¿y los niños?”. Esa pobre pareja se siente hundida debajo de un enorme peso, porque a veces no puede contestar por qué no llegaron, o no se atreve a decir que porque no se puede o porque no se quiere. “El tiempo” indica que hay un ciclo y es necesario, forzosamente necesario, cumplir con el ciclo y besar los barrotes uno a uno, tal como están distribuidos.

Por no seguir con los barrotes más tristes, aquellos que vienen después, cuando uno es viejo y esa palabra significa que no podemos hacer nada. Viejo significa triste, amargado, solo, alejado, y hay que cumplir con el rito del tiempo. No se puede reír, no se puede jugar, no se puede soñar, no se puede vestir de color, no se puede buscar nada nuevo. ¿Por qué? Porque el tiempo indica que uno es viejo.

Y este es un ciclo que nos come la vida. Este es el gran ciclo que se revierte en el pequeño ciclo de todos los días, que nos come todas las horas, pues ya están prefijadas. Horas prefijadas para levantarse, para vestirse, para lavarse, para estudiar, para trabajar, para comer, para seguir trabajando, para volver a lavarse, para volver a dormir…

A veces está en medio la hora de la televisión, o la hora del diario que se lee, o de la revista que se hojea apresuradamente. Y uno se queda esperando el ciclo, el pequeño ciclo del día que se revierte en el gran ciclo, en el enorme ciclo de todos los días.

No queremos decir con esto que podamos escapar de ciertos ritmos. Algunos ritmos de la vida son absolutamente necesarios. No podemos escapar de ellos. No podemos evadirnos de jugar cuando somos niños, de crecer, de tener que estudiar, de tener que trabajar en algo…Eso es absolutamente natural.


Delia Steinberg Guzmán

Continuará

domingo, 14 de febrero de 2010

La rebeldía interior


La Historia de la Humanidad está llena de almas rebeldes que nos asombran por su heroísmo, por su valor y por su capacidad de romper moldes establecidos y abrir las fronteras de la ciencia, del arte, del pensamiento y de la vida.

Todos los pioneros han sido rebeldes, desde el primer artista que decoró las cuevas de Altamira a inventores como Thomas A. Edison, desde maestros de la pintura como Giotto a científicos como Einstein, todos han ido más allá de lo establecido por su momento y por su comunidad, han ido más allá de los límites que cada tiempo impone y han movido las páginas del gran libro de la Historia.

De la observación de la Naturaleza se desprende que la rebeldía es algo útil para la vida. Un árbol, por ejemplo, cuando está en la semilla, no se ve, porque el instinto de protección no le deja desarrollarse, lo aprisiona en esa "cárcel" porque ahí está seguro. Si del interior de la semilla no surge la necesidad de crecer, de dejar atrás la comodidad, el árbol potencial puede quedar encarcelado durante siglos, pero como hay una fuerza -la búsqueda de su propia realización como roble-, que comienza a empujar hacia fuera, hacia arriba, hacia el sol, la prisión es transmutada en libertad de expresión. La especial rebeldía del roble le conduce a su propia realización.

De ahí que la auténtica rebeldía se encuentra dentro de nosotros y la podemos relacionar con una serie de actitudes que nacen de nuestro yo profundo, del yo más desconocido y que, sin embargo, tiene la fuerza de llevarnos hacia delante incluso cuando las circunstancias no son favorables. No hay que confundirla con aquellos que se visten de rebeldes sin serlo, para ocultar el vacío interior, para que no se vea que no poseen esa fuerza interior, para ser aceptados en algunos círculos de amigos o porque está de moda.

La rebeldía no es algo exclusivo de nuestra época, donde se da la manipulación de los grandes medios de comunicación, sino que a lo largo de la Historia hallamos muchos ejemplos. Uno de ellos es Platón, aristócrata, excelente escritor de tragedias y vencedor en algunas pruebas de las Olimpíadas. Cuando todo el mundo en su familia y su entorno esperaban que se dedicara a perseguir la fama y los honores, a hacer carrera en la política, tras conocer a Sócrates decide dejar todo lo que estaba haciendo y dedicarse a la Filosofía como modo de vida.

El rebelde rechaza decididamente ser masa, pues no puede perder la propia personalidad diluida en "lo que todos quieren", no puede perder la propia individualidad sacrificada al "qué dirán" de los que viven como rebaño, donde todo es igual, donde todos piensan lo mismo, donde todos van a comprar lo mismo en los mismos lugares. Y cuando todos piensan lo mismo y hacen lo mismo, nace la indiferencia, se pierden los valores humanos, se mata sin piedad, se explota sin límites. Hoy nos hablan de las bondades del “pensamiento único”, y ¿no será una consecuencia más del rebaño en el que nos quieren meter? Perdemos así silenciosamente la capacidad de admirar a los que son diferentes, porque no hay nadie diferente y mejor, no existen los héroes, los maestros de la vida, todo es chato, todo es tristemente gris y monótono, sin matices que coloreen la vida.

¿Puede el alma rebelde permanecer indiferente al estado del mundo?

La situación mundial grita la necesidad de una renovación profunda y cuando todo un ser está enfermo no podemos curar sólo un órgano. No se puede cambiar por partes. No se puede cambiar solamente un sistema político, un sistema económico, un sistema religioso, social, artístico, científico, cuando todo está en crisis profunda ¡Hace falta cambiarlo todo! Cambiarlo todo, no destruirlo todo. No es eficaz destruir, el último siglo ha conocido demasiadas revoluciones que han usado las armas y no han conseguido nada estable y duradero.

Hace falta construir algo realmente alternativo, un mundo nuevo y mejor. Para ello, hace falta un hombre nuevo, un hombre que sea capaz de vencer sus egoísmos, un hombre que sea capaz de construir sin descanso, de trabajar y de ver el fruto de su trabajo, un hombre que pueda investigar las antiguas tradiciones esotéricas y los más modernos descubrimientos de la ciencia, un hombre que tenga derecho y fe, un hombre que pueda andar en estos caminos ascendentes que van hacia el horizonte. Hace falta empezar a construir desde lo pequeño, desde el hombre, para que con el tiempo se vaya llegando a lo grande en la medida que cada vez se sumen más rebeldes dispuestos a mejorarse a sí mismos.

Francisco Capacete
(adaptación)