martes, 21 de diciembre de 2010

Cuentos de Navidad


Mª Dolores Fdez. Fígares

Primera Sección

A base de repetir los gestos navideños de siempre, quizá hemos olvidado que tienen su origen en hermosos relatos de variadas procedencias. Un breve repaso por algunos de ellos quizá sirva para enriquecer las imágenes navideñas, evocadoras de escenas repetidas por los artistas de todas las épocas, respondiendo a una tradición popular que se ha mantenido a través de los siglos.

La niña virgen

El prodigio del nacimiento de Jesús tiene su antecedente en el nacimiento de María su Madre. Cuenta la tradición que Joaquín, que era hombre piadoso y próspero, no había tenido hijos con su esposa Ana, después de veinte años de matrimonio. Por ello, cuando se disponía a hacer sus ofrendas en el templo, Rubén, el escriba, le increpó, indicándole que, puesto que no había engendrado descendencia, había perdido su derecho a participar en los ritos. Joaquín, abatido y humillado, se retiró con sus rebaños a las montañas, sin comunicarle siquiera a su esposa el motivo de su decisión. Ana rezaba y lloraba lamentando su suerte, pues no sólo Dios no le había dado hijos, sino que se sentía abandonada, sola y sin marido en su infortunio. Pero sucedió que mientras un ángel le comunicaba a Ana que iba a ser madre de una niña, a la vez le indicaba a Joaquín que volviera con su esposa, pues había quedado encinta porque Dios había suscitado en ella descendencia.

Joaquín debió titubear un poco ante tan sorprendente noticia, pero al fin se decidió a ir al encuentro de su mujer y la acompañó y cuidó hasta que, ante la admiración de todos, dio a luz a la anunciada niña, que ya desde muy pequeña mostró una extraordinaria piedad. Era también muy laboriosa y hábil para trabajar la lana y realizar los menesteres que ocupaban su tiempo, pero lo que en realidad deseaba era consagrarse al servicio divino en el templo y permanecer virgen. Que una mujer se propusiera una forma de vida de esta naturaleza no tenía precedentes en la historia de los templos de Israel, por lo cual, cuando María había cumplido los catorce años, la sinagoga decidió entregarla a algún varón intachable para que tuviera a su cuidado a aquella doncella tan especial que quería ser casta y entregarse del todo a Dios.

José el carpintero

El procedimiento para la elección del candidato a guardar la virginidad de María fue por demás curioso. El sacerdote convocó a los varones de la tribu de Judá que no tuvieran esposa a que acudieran con una vara en la mano, pues, una vez colocadas en la parte más secreta del templo, de la que saliera una paloma volando sería la señal del elegido. La vara de José, que era pequeña, había quedado descartada, quizá por despiste del buen sacerdote. Un ángel tuvo que avisarle que incluyera precisamente aquella varita en el conjunto, pues de allí iba a salir la paloma augural, como efectivamente sucedió; y ante la sorpresa de todos, el carpintero José fue el destinado a guardar a la mística virgen.

José tenía su taller en Cafarnaún y allí estuvo trabajando una buena temporada, hasta que, cuando volvía a Nazaret, se encontró con la desagradable sorpresa de que la niña que le había sido confiada estaba embarazada. Es comprensible el disgusto y la vergüenza que le produjo saber la noticia y que no se creyera la versión que le daban todos de que nadie la había tocado y que sólo podía haber sido un ángel, con el que conversaba muy a menudo. Tuvo que ser el referido ángel el que se le apareciese en sueños y le tranquilizase, garantizándole que la criatura que esperaba su joven esposa era obra del Espíritu Santo. Lo difícil fue convencer a los sacerdotes, que no aceptaron aquellas versiones y sometieron a José y a María a una curiosa prueba: debían beber el agua sagrada y dar siete vueltas alrededor del altar y si no se producía ninguna señal visible en sus rostros era indicio de que no mentían. Así lo hicieron, con lo que al final quedó probada la inocencia tanto de la santa virgen como del buen carpintero.

Segunda Sección

Los magos

Es sabido lo que sucedió después: el precipitado viaje a Belén para empadronarse, el parto que se presenta, mientras José había ido a buscar a una comadrona, en el refugio de una gruta, iluminada por una luz resplandeciente, como si fuera de día, y sobre la gruta una estrella enorme que brillaba. Allí, en la gruta, estuvieron tres días la madre y el niño, y los otros tres siguientes hasta la circuncisión, en un establo, arropados por una mula y un buey que adoraban a Jesús, como pronto empezaron a hacer otros animales.

En aquellos primeros días, la llegada de los magos de Oriente es uno de los acontecimientos más destacados y cargados de simbolismo, tal como lo cuentan los evangelios apócrifos, quizá empeñados en establecer un nexo con la sabiduría mistérica de los magos caldeos, que en Persia habían desarrollado un elaborado sistema de conocimiento y de magia. Zoroastro, el gran sabio persa, había anunciado que una estrella muy brillante avisaría del nacimiento de un ser divino entre los hombres. Así sucedió, en efecto, pues la misma noche del nacimiento de Jesús, cuando los sabios astrónomos estaban celebrando una fiesta con los dignatarios reales, una potente estrella se hizo visible, con lo que tres hijos de reyes tomaron tres libras de oro, incienso y mirra y, siempre guiados por la columna de luz, se dirigieron hacia Galilea. Los tres enigmáticos sabios caldeos habían recogido tales dones misteriosos de la «Caverna de los Tesoros», que era donde Adán los había depositado después del pecado original y se habían conservado de generación en generación.

Una vez realizada su ofrenda al Niño Jesús, como signo de que la milenaria sabiduría de Oriente lo reconocía como Mesías, la Virgen les entrega como recuerdo un pañal del Niño divino. Cuando llegan los magos a su tierra, deciden someter el pañal a la prueba de fuego y en el curso de una de sus ceremonias lo arrojan a la hoguera, para comprobar que no se había consumido, sino que permanecía entero, por lo que lo conservaron como una reliquia que se estuvo venerando primero en Bizancio y después en Francia, hasta que la revolución la destruyó.

En verdad, no estaban descaminados aquellos doctos astrónomos, según pudo averiguar Kepler en 1604, cuando descubrió que en torno al 1 de marzo del año 7 antes de la era cristiana se había producido una conjunción de Júpiter y Saturno, junto al Sol, Luna y Venus, situados en el signo de Piscis en ascendente, lo que potenciaba la conjunción, que habría durado hasta el 7 de julio. Por aquella fecha también se había producido el paso de un cometa brillante, lo cual explica las alusiones de los textos a la presencia de estrellas en las escenas de la Navidad.

La huida

Aquellos primeros tiempos de la infancia de Jesús fueron bastante ajetreados, no sólo porque continuamente se producían prodigios y curaciones milagrosas, apariciones de ángeles y sueños premonitorios, sino porque sus padres se vieron en la necesidad de trasladarse a Egipto, ante el peligro que representaba un Herodes furioso porque pensaba que los magos caldeos le habían engañado. Esta huida, que se produjo, según los textos apócrifos, cuando habían pasado dos años del Nacimiento, es uno de los episodios más sugerentes y llenos de prodigios.

Lo más duro fue la travesía del desierto, donde habitaban dragones y fieras hambrientas que, al ver al Niño, se inclinaban al paso de la comitiva divina y algunos hasta se incorporaban al séquito, haciendo de guías por aquellas extensiones. Pero la sed y el calor eran terribles, por lo cual, a los tres días de marcha por las ardientes arenas, María pidió que se detuvieran a descansar a la sombra de unas palmeras. No tenían agua y las palmeras estaban cargadas de frutos. La madre deseó comer de ellos y el Niño, con solo un pensamiento, hizo que se inclinase el esbelto árbol, proporcionándoles lo que no se especifica si eran dátiles o cocos. Para aliviar la sed de sus padres hizo brotar de las raíces una fuente que manaba agua fresca y dulce.

Pero Herodes, el malvado y celoso rey que temía perder su trono por el advenimiento del Mesías, había enviado sus veloces guardias a perseguirlos y una vez más, las piadosas palmeras del desierto sirvieron para ocultar a los fugitivos, formando una pantalla con sus ramas, con lo cual los guardias pasaron de largo y no los vieron.

Tercera Sección

Los cantares populares de la Navidad han recogido otro milagro, ocurrido cuando la Sagrada Familia regresaba desde Egipto a Galilea. Esta vez es el Niño el que pide a su madre de beber, y en esto llegan a un naranjal que estaba custodiado por un ciego. La madre le pide algunas naranjas para saciar la sed de su hijo:

«- Coja usted, buena señora,

coja usted, buena mujer,

y en cogiendo para el Niño,

coja las que quiera usted.

La Virgen, como era Virgen,

no cogía más que tres,

el Niño, como era Niño,

todas las quiere coger;

cuantas el niño cogía

volvían a florecer».

En premio a su generosidad, el ciego recibe de la Virgen un pañuelo para que limpie sus ojos, y al hacerlo, se ve curado de su ceguera.

La hermosa historia de los milagros de Jesús no había hecho más que empezar. Pero al principio, cuando no era más que un niño, bastante travieso por cierto, los prodigios formaban parte de sus juegos: les rompía los cántaros a los niños cuando iban a por agua al pozo, pero luego sentía compasión ante sus lloros y se los recomponía al instante, o hacía que los árboles se inclinasen para que sus amigos se pudieran subir a hacer de las suyas; otras veces hacía que se movieran los muñecos de barro que modelaban entre todos. En otra ocasión, su madre le mandó a por agua con un cántaro, pero tropezó y se le rompió la vasija, ante lo cual, Jesús recogió el agua con su pañuelo y así se la entregó a su madre.

El nuevo tiempo

Empezaba así una nueva época, hace de ello dos mil años, aunque se trata de una cifra convencional, pues hay versiones para todos los gustos para fijar la fecha exacta en que tuvieron lugar aquellos acontecimientos que cambiaron la historia del mundo. Desde luego, queda descartado que fuera el 25 de Diciembre, fecha que se hizo coincidir con la de otras celebraciones romanas como las saturnalias o la del nacimiento de Mitra, que se habían instaurado en el 274 a. C.

Así que el 31 de diciembre habremos celebrado el paso de un tiempo medido de manera un tanto arbitraria y relativa, lo cual no disminuye sin embargo la fuerte carga psicológica de sentir que una larga época se acaba, que otro ciclo comienza.

viernes, 10 de diciembre de 2010

El miedo al cambio

Se ha dicho muchas veces que el hombre es un animal de costumbres y es verdad. El hombre tiene muchos “amos” que se encargan de adiestrarlo en ciertos hábitos que le dan una sensación de seguridad dentro del conjunto, y son los mismos amos quienes se preocupan de generar el miedo al abandono de esos hábitos, al menos mientras así convenga a los propósitos de los mencionados adiestradores.Esta forma de temor psicológico, que llega a tomar posesión de los campos físico y mental en varios casos, se manifiesta también bajo otros aspectos humanos: miedo a la aventura, miedo al riesgo, miedo a perder cosas y aun miedo al éxito.

El miedo al cambio

Crecemos dentro de una sociedad configurada por diversas motivaciones, algunas naturales y propias de las necesidades históricas, y otras absolutamente artificiales, alentadas por intereses y modas que rigen por un tiempo el movimiento de las grandes masas.

Son, sobre todo, las necesidades artificiales o las que se tiñen de artificialidad las que más atan a los hombres y las que le impiden cambiar en cualquier sentido.

Nos explicaremos: por ejemplo, el amar y sentirse amado es una necesidad natural para cualquier ser humano, pero los consensos sociales de moda agregan al amor un conjunto de requisitos que lo vuelven artificial y casi imposible de vivir. Además del sentido debe haber dentro del núcleo unos bienes materiales y unas condiciones prestigiosas que cierran las puertas a una convivencia sana.

Pero el hombre mira lo que hacen todos los demás, y de la repetición de esos actos obtiene una tranquilidad psicológica que le permite ubicarse dignamente dentro del conjunto. Lucha por adquirir esas cosas entendidas como indispensables y, una vez que las tiene, no puede abandonarlas porque pierde su propia estabilidad, desgraciadamente generada sobre soportes exteriores a uno mismo.

De igual manera, las modas imponen determinados estilos de conducta, de lenguaje, de trato humano, de opiniones y creencias que aseguran la “normalidad”, al menos por un tiempo. Hay que estar al tanto para seguir esas corrientes impuestas y variar junto a ellas para no alejarse ni un paso del rebaño.

De allí el miedo al cambio. Todo cambio, si es sustancial, supone destacarse para bien o para mal, salir de lo comúnmente aceptado, arriesgarse a ser diferente y, por lo tanto, a perder algunos de los preciados valores establecidos por la artificialidad. Es posible que desaparezca el falso afecto de quienes poco y nada nos querían y el prestigio inestable de aferrarse apenas a una modalidad pasajera.

Para nosotros, aspirantes a filósofos, amantes de la sabiduría, el primer y fundamental cambio que debemos promover es el despertar de la conciencia. En cuanto ella emerge dentro de la masa amorfa de nuestras necesidades e imposiciones físicas, psicológicas y mentales, suscita simultáneamente un conjunto de cambios correlacionados.

Mientras se vive a ciegas, no importa adoptar una u otra costumbre y aferrarse a ella, pero la conciencia activa obliga a recapacitar sobre muchos aspectos de la existencia que antes parecían no tener ninguna importancia.

El filósofo se acostumbra, sobre todo, a hacerse preguntas profundas acerca de la vida, de sí mismo, del destino… Su mente se vuelve más inquisitiva y lo lleva a cuestionarse su propia forma de ser, mostrándole nuevos cambios de perfección constante.

Los cambios que se propone el filósofo no responden a modas ni aceptaciones generalizadas; por el contrario, son cambios ascensionales en que cada paso es un escalón de superación. Más que de cambios, deberíamos hablar de las únicas y verdaderas adquisiciones que hacen al ser humano, al margen de los otros cambios de fortuna material, al margen de la vida y de la muerte, al margen de pasiones y opiniones.

¿Por qué, entonces, el miedo, cuando intelectualmente se sabe que estos especiales cambios solo traerán bienes consigo y llevarán a un mayor desarrollo espiritual? Porque estos cambios hay que hacerlos a solas, frente a frente con uno mismo, sin que valga de nada el beneplácito de los otros, sin que importe el aplauso o la crítica de los demás. Porque estos cambios suponen algunas pérdidas, claro está, pero son las pérdidas que darán paso a nuevos valores mucho más estables y armonizadores. No conocemos a ningún héroe que no haya pasado por pruebas arriesgadas y lo haya intentado todo hasta salir victorioso. Y porque, como decíamos al principio, hay quienes temen incluso al éxito, sabiendo que una vez conseguido, habría que mantenerse a la altura de ese éxito, sin permitirse caídas ni depresiones, pues el éxito interior tiene fuertes exigencias ante la propia conciencia.

Pero ¿no vale la pena intentarlo?
El destino del hombre es llegar a ser lo más perfecto como hombre y, en todo caso, como lo apuntan las tradiciones esotéricas de todos los tiempos, crecer más allá de la condición humana hasta hacerse digno discípulo de los dioses y no de los “amaestradores de hombres”. A ese destino habremos de llegar todos, tarde o temprano, con más o menos sufrimiento. Pero el cambio es la condición inexcusable. Entonces, ¿por qué no empezar ahora mismo? ¿Por qué no desprenderse del miedo, que no es ningún bien positivo? ¿Por qué no desarrollar la valentía del que sabe lo que quiere y lucha por poseerlo?

En nosotros está la elección: o el vulgar miedo al cambio de lo que cambia de todas maneras y nos deja desamparados, o el valor del cambio definitivo que nos convierta en hombres y mujeres firmes y seguros de sí mismos, caminando por la Vida y de frente hacia el Destino.
Delia Steinberg Guzmán