jueves, 28 de julio de 2011

¿QUÉ LE PASA A LA TIERRA?


A diario nos sorprenden las los noticiarios con catástrofes naturales que asolan distintas partes del mundo. Terremotos, huracanes, inundaciones... acaban anualmente con miles de vidas humanas y producen miles de millones de euros en pérdidas materiales. De tal manera que parece que cada ve hay más desastres naturales, y que éstos son cada vez más graves, más fuertes.

Al igual que hacían nuestros antepasados, que explicaban las catástrofes naturales como castigos divinos a una humanidad pecadora, buscamos hoy, en el descreído siglo XXI pero con el mismo sentimiento de culpabilidad, nuestra responsabilidad en la ocurrencia de estos peligrosos fenómenos.

¿Es cierto que están aumentando en número y peligrosidad las catástrofes naturales? ¿Somos nosotros los causantes de dicho aumento? ¿Nos está castigando la Tierra?


Si hacemos un análisis exhaustivo del número e intensidad de estos eventos tenemos que empezar por considerar dos grupos: los de origen interno,como volcanes, terremotos y los tsunamis provocados por unos y otros, y los de origen externo, entre los que destacan los huracanes y las inundaciones.

Los volcanes y terremotos son los fenómenos más impresionantes de los que podemos ser testigos. Ambos están originados por el calor y la dinámica del interior del planeta. El análisis de los datos de las catástrofes producidas por ellos nos indica que el aparente incremento se debe a:

  • El aumento de la población, que se ha extendido a zonas antes despobladas, con lo cual aumenta la posibilidad de “notar” el terremoto.

  • El aumento de la densidad de población en zonas de conocido riesgo sísmico, con lo que el número de víctimas y pérdidas materiales suele aumenta, aún cuando se hayan tomado al mismo tiempo medidas preventivas más o menos adecuadas.

  • El aumento y mejora de las comunicaciones, que actualmente cubren el mundo entero y permiten que conozcamos en cualquier momento lo que está ocurriendo en cualquier parte del globo, independientemente de la importancia de la población afectada.

No tenemos capacidad para influir en las causas de estos fenómenos, puesto que nuestra actividad (incluida la minería, o las pruebas de explosiones nucleares) solo afecta a la superficie del planeta. Sí es verdad que algunas actividades humanas pueden inducir terremotos, como son las explosiones atómicas o el hundimiento de minas subterráneas, o la acumulación de enormes masas de agua en grandes embalses, pero no suelen ser éstos los grandes terremotos que provocan decenas de miles de muertos al año.


Por otro lado, las catástrofes de origen externo como huracanes e inundaciones, que son a nivel mundial las que afectan a mayor número de personas al año, sí que han sufrido un aumento significativo en número e intensidad en los últimos 30 años. Estos fenómenos climáticos están sometidos a los cambios producidos en el clima. Sabemos que se está produciendo un calentamiento global, sobre el cual sí está probada nuestra influencia ya que vertemos anualmente miles de toneladas de gases de efecto invernadero, principalmente dióxido de carbono, que están aumentando la temperatura media de la atmósfera y de los océanos. Esto se traduce en un incremento de la fuerza de las tormentas tropicales que originan los huracanes, tifones y ciclones, y en una alteración de la dinámica de borrascas y anticiclones en las latitudes medias, que dan lugar a grandes inundaciones y sequías, así como a importantes olas de frío o de calor.

Ante este tipo de desastres sí que somos culpables y merecemos el “castigo” que nos da el planeta al reaccionar.


¿Qué podemos hacer?


Algunas voces catastrofistas se elevan, incluso en documentales televisivos que cada vez son más sorprendentes pero menos científicos, amenazando con que la suerte está echada y sólo nos queda rezar, pues el fin está cerca. Sin embargo, cambios más drásticos han experimentado la Tierra, sobreviviendo a ellos, y la especie humana ha demostrado su gran capacidad de adaptación y supervivencia en las circunstancias más duras.

Tenemos que asumir el dolor que provocarán los desastres naturales magnificados por nuestros errores, pero todavía estamos a tiempo de corregirlos para permitir que la Tierra vuelva poco a poco a su equilibrio. Está en nuestras manos sustituir los combustibles fósiles por otras fuentes de energía limpias y cambiar nuestros hábitos para consumir menos energía, pero no va a ser tarea fácil.


Ahora bien, si no lo hacemos por nuestra voluntad y esfuerzo quizás nos veamos obligados a hacerlo forzados por el dolor en una situación de supervivencia extrema.


Ana Díaz Sierra

EL MITO DE LA CAVERNA


Se levanta cada mañana a las 7, se ducha, se prepara un desayuno y se dirige al trabajo. En el atasco de la hora punta piensa en las tareas que dejó sin terminar, en una posible regañina del jefe o en las últimas declaraciones del político de turno, y se enfada con el conductor de su derecha que se cambia de carril sin avisar y a punto de darle un golpe. Acaso en algún momento se pregunte: “¿estaré aún dormido, soñando que me dirijo al trabajo? ¿Es real todo esto que me rodea?”


Ella apenas tiene cuatro años y ya está aprendiendo a dibujar. Con su trazo inseguro acaba de dibujar una niña con carita sonriente y se la enseña a su madre, que elogia alegremente la obra de arte de su pequeña. Pero ella está pensativa: algo la preocupa, y pregunta: “Mamá, ¿somos nosotros los dibujitos de Dios?”


En los inicios del Tercer Milenio, la imagen que tenemos del mundo ya no nace de los mitos, ni de los púlpitos de las iglesias. Aunque estemos convencidos de que se basa en la objetividad científica, en realidad está construida por las informaciones que recibimos a través de los medios de comunicación de masas: periódicos, radio y por encima de todos la reina de cada casa: la televisión. Ella determina nuestros temas de conversación, nuestras preferencias políticas, nuestras opiniones sobre lo conveniente o inconveniente y sobre lo que tenemos que conseguir en la vida, dirigiendo nuestros impulsos y deseos hacia el consumo de infinidad de cosas innecesarias. “Dime qué tienes y te diré quién eres” es el lema que, consciente o inconscientemente determina nuestras ambiciones.


Nos creemos libres los habitantes de la parte del mundo donde se gobierna a través de la Democracia, porque podemos elegir a quienes nos gobiernan y, teóricamente disponemos de unos Derechos Humanos protegidos por las Leyes. Pero, ¿a quién podemos elegir sino a aquellos que se presentan asociados a un partido político o a otro? ¿Realmente sabemos, cuando votamos, lo que estamos haciendo, a quién estamos eligiendo, cuáles son sus motivaciones y sus proyectos? ¿Somos libres por el simple hecho de no estar encarcelados?


A menudo nos sentimos como títeres manejados por unos hilos cuyas manos somos incapaces de ver. ¿Quién controla nuestras vidas? ¿Quiénes determinan nuestro destino? ¿Cómo podemos llegar realmente a ser libres?


Hace 25 siglos, un griego que ha pasado a la historia con el nombre de Platón elaboró un mito para explicar mediante imágenes la problemática del conocimiento de la realidad y de la libertad. Hijo de la democracia ateniense y discípulo de Sócrates -obligado por sus demócratas conciudadanos a tomar la cicuta-, elaboró un sistema filosófico que ha influido en toda la historia de la Filosofía Occidental. Sus obras, escritas en forma de diálogos, han iluminado a los filósofos de todos los tiempos. Sólo su discípulo Aristóteles ha llegado a tener una influencia tan importante.


En su diálogo “La República”, Platón plantea el siguiente mito, llamado MITO DE LA CAVERNA:


Imaginaos que os encontráis en el interior de una caverna, encadenados de forma que estáis obligados a mirar hacia una pared. Habéis nacido en esa situación; no conocéis otra forma de estar en el mundo, así que vuestras cadenas os parecen algo tan natural como cualquier parte de vuestro cuerpo. No las percibís como cadenas, sino como una extensión no sólo natural sino también necesaria. Sobre la pared que estáis obligados a contemplar se proyectan una serie de sombras que, a falta de otra cosa, tomáis por la realidad, y el eco os lleva un sonido que, procedente de las sombras, os parece su sonido verdadero. Habéis nacido así, y estáis tan acostumbrados a las sombras y al eco que aprendéis a ponerles nombres y a considerarlos como parte inherente de vuestra existencia.


Como estáis encadenados, no podéis volveros para ver que detrás vuestra hay un muro, y que detrás de ese muro hay un fuego y unos personajes misteriosos e inquietantes, los “amos de la Caverna”, los cuales os mantienen encadenados y pasean los objetos entre el fuego y el muro para proyectar las sombras sobre la pared. Saben que esas sombras os dan una apariencia de realidad que os tranquiliza y os conforma, y que mientras estéis así convencidos no se os ocurrirá rebelaros y escapar de la Caverna.


Pero imaginad que entre vosotros un hombre pone en duda la realidad de las sombras, se pregunta por la necesidad de sus cadenas, se atreve a mirar a un sitio diferente del que todos miran. Imaginad que este hombre fuerza sus anquilosadas articulaciones para volverse y descubre el muro, por encima del cual pasan los objetos cuya sombra se proyecta en la pared. Probablemente no entienda nada de lo que está viendo, pero le convencerá de que existen otras muchas cosas distintas de lo que cree conocer. Estimulado por la curiosidad se esforzará en romper sus cadenas, y tendrá que aprender a moverse, a caminar, para dirigirse hacia el muro y asomarse.


Así se dará cuenta de que ha vivido encadenado toda su vida y querrá escapar para descubrir cuál es la realidad, puesto que lo que había tomado por tal son sólo ilusiones, imágenes, sombras de lo que los amos de la Caverna han querido mostrarle.


Su ascenso por el tortuoso camino hacia la salida de la Caverna será muy difícil, puesto que nunca ha hecho nada semejante. Nunca nadie le enseñó a mover su cuerpo para caminar por una pendiente estrecha, quebrada y resbaladiza. Pero aunque atrofiada, está en su cuerpo la facultad de andar, de escalar, de levantarse tras cada caída, y así, fortaleciéndose durante el ascenso, el hombre liberado llegará a la superficie y podrá salir de la cueva.


Pero, ¡un momento! ¡Sus ojos no han visto nunca la luz del Sol! ¡Si, impetuosamente, sale de la Caverna a plena luz del día sus ojos quedarán cegados y no podrá ver nada de lo que se encuentra afuera! Le dolerán los ojos, tendrá miedo y deseará volver de nuevo a la oscuridad.


Para conocer el exterior nuestro hombre debe ser paciente, y esperar en la tenue penumbra de la entrada a que se haga de noche. Entonces, a la luz de la Luna y de las estrellas, podrá percibir que el mundo es mucho más grande, y que en él existen muchas más cosas que no conoce. Poco a poco, con el paso de los días, sus ojos irán adaptándose a la luz solar que se cuela en la entrada de la cueva, permitiéndole por fin salir a contemplar el mundo iluminado por el Sol y descubrir los colores que bañan todas las cosas, y el brillo azul del cielo.


¡Qué felicidad indescriptible debe sentir este hombre, libre al fin, viviendo en el mundo real y maravilloso de la luz! Sin embargo, su felicidad se verá oscurecida por el recuerdo de sus compañeros, que continúan encadenados en el fondo de la Caverna, totalmente ignorantes de esta otra realidad tan bella y gratificante. Así pues, renunciando a su propia felicidad, el hombre libre se decidirá a volver a la caverna para liberaros.


Y vosotros, sujetos e incluso agarrados a vuestras cadenas, le veis llegar sin entender de dónde sale. Y decís: “¿De dónde viene este tipo tan raro, que no hace lo que hacemos todos, que ni siquiera lleva cadenas que le aseguren al suelo?”. Él intenta explicar su descubrimiento, pero vuestro lenguaje no tiene las palabras para describir lo que no sean sombras, y no entendéis nada de lo que os dice. Insiste en que sólo sois esclavos, que vuestras cadenas os limitan y que así no podéis conocer la realidad; pero, apegados a vuestras cadenas, tomáis sus palabras por las de un hombre loco, que no sabe lo que dice. Los ecos de las voces de los amos de la Caverna os inducirán a pensar incluso que es peligroso, pues pone en tela de juicio todas vuestras convicciones, haciendo tambalearse el orden que entre los presos se ha establecido con la fuerza del hábito y la costumbre. Y esas voces os estimularán a combatir al hombre libre, a echarlo, a apalearlo e incluso matarlo, con tal de que os deje tranquilos, viviendo la vida que habéis aprendido, en medio de la oscuridad y la ignorancia.



Éste es el mito milenario que Platón ideó para explicarnos en pocas imágenes muchas cosas.


La Caverna simboliza el mundo, la realidad material en la que se desarrollan nuestros cuerpos y todas las cosas sensibles. Las sombras que se proyectan en la pared de la caverna son las cosas sensibles, que podemos ver, tocar, saborear, oler y medir, pero que no son más que la sombra, el reflejo de otra realidad intangible pero inteligible, que Platón llamó Ideas y otros autores Arquetipos. Las cadenas que nos sujetan son el apego a las cosas sensibles, a las cosas de este mundo: el amor al dinero, los placeres, el poder, el prestigio... Esos son los eslabones de nuestras cadenas, que nos hacen mirar a las sombras de las cosas, a sus imágenes, convenciéndonos de que son la única realidad y que el éxito en la vida deviene de concentrarse exclusivamente en ellas. Estamos tan enfrascados en esta carrera que somos incapaces de descubrir que hay una realidad más allá de las sombras, más allá de las apariencias; una realidad más luminosa, más intangible, más permanente, pues resiste el paso de los siglos. Una realidad conformada por las Verdades, con mayúsculas, conformada por los Ideales del Bien, la Justicia y la Belleza. Esos Ideales, esas Verdades, son la auténtica realidad luminosa que existe fuera de la cueva. Pero para alcanzarla hemos de romper las cadenas: hemos de eliminar el apego a las ambiciones y deseos mundanos.


Pero, ¿y los amos de la caverna? ¿Quiénes son esos misteriosos y terribles señores? Difícil de responder es esta pregunta, y muy inquietantes las posibles respuestas. ¿Serán, acaso, fuerzas naturales que nos dirigen hacia la materia, al error, a la esclavitud de las pasiones? ¿O son hombres, también, que, conociendo cómo funcionan las cosas utilizan la situación en su propio provecho? Cabría entonces preguntarse: ¿quién se beneficia con nuestra ignorancia?, ¿quien nos mantiene encadenados y esclavizados, haciéndonos creer, sin embargo, que somos hombres libres? ¿Cuáles son los auténticos poderes que gobiernan el mundo?


Podríamos pensar que todo esto emana de las complejas relaciones que se establecen en un mundo superpoblado, donde la escasez de recursos y falta de espacio conducen a unas interdependecias limitantes que nos obligan a mirar a todos en una misma dirección para que no se rompa el frágil equilibrio en que nos movemos. Podríamos pensar que sólo unas pocas personas, ocultas, manejan los hilos de la economía y –sobre todo- de los medios de comunicación, induciéndonos a actuar precisamente como ellos quieren, incluyendo entre las marionetas a los mismos políticos. Podríamos pensar que todo esto es fruto de nuestra civilización antinatural y deshumanizada.... Podríamos pensar todo esto ... pero hace casi 2.500 años ya Platón describía a la perfección el problema de la manipulación de las masas. Platón no conoció las salas de cine, ni presenció las peleas familiares por el mando a distancia de la tele, ni las luchas a brazo partido para llegar el primero a las rebajas de unos grandes almacenes; el no fue espectador del “Gran Hermano”.... pero fue testigo de primera fila de cómo se condenaba a muerte a un hombre bueno por el simple hecho de decir la verdad en la ciudad más libre y democrática del mundo antiguo: Atenas.


Sócrates, “el tábano de Atenas”, el hombre bueno y humilde que había sido señalado en el Oráculo de Delfos como el más sabio de Atenas porque era consciente de su ignorancia, es el modelo del hombre que se libera de las cadenas para conocer la verdad y, apiadado de la ignorancia de sus compatriotas vuelve a la caverna para enseñarles a romper las suyas propias. Él es el ejemplo de cómo las masas, movidas por desconocidas manos y enfurecidas cuando se les propone cambiar sus hábitos y costumbres, son capaces de condenar a muerte a un sabio.


Ocurrió ayer, ocurre hoy, ocurrirá mañana. En tanto no seamos conscientes de las cadenas que nos ligan, en tanto no seamos conscientes de nuestra falta de libertad, no seremos más que títeres en manos de quienes no nos atrevemos ni a mirar.


Estamos todos en esta cueva, ¿no os habéis percatado? ¿No queréis aprender a distinguir vuestras cadenas de vosotros mismos? ¿Acaso preferís vivir en las tinieblas a ver la luz?

ANA DÍAZ SIERRA



jueves, 21 de julio de 2011

El miedo a la soledad


Jelena Sikirich

La vida es un hecho interesante, sorprendente y profundo, pero debido a muchas circunstancias, no siempre y no para todos esto se hace evidente. Vivir una vida activa, real y consciente resulta ser sumamente difícil, sobre todo ahora, en nuestra época tan compleja y contradictoria. Siempre se nos caen encima un montón de problemas y situaciones de estrés que tienen su repercusión en nuestro estado moral.

El miedo a la soledad

Nuestra vida pasa por una agitación constante y nosotros somos incapaces de romper ese círculo vicioso al que al parecer vamos acostumbrándonos con el tiempo.

Existen problemas relacionados con la lucha por la simple supervivencia física. Suelen ser complicados y dolorosos y para resolverlos se sacrifican la salud, los nervios y la estabilidad psíquica. A veces algunos se ven forzados a concluir un trato con su conciencia renunciando a sus principios. La lucha por el bienestar material ha llegado a ser para muchos el credo de toda su vida, el principio supremo de la existencia en nombre del cual todo está permitido. Esta lucha ha convertido a muchos hombres en fanáticos servidores del culto más popular en el mundo, aquel que desplazó de nuestra vida no sólo la noción de Dios sino también muchos valores espirituales y humanos: su majestad el Dinero. Su gobierno, al igual que el de cualquier tirano, al principio ofrece promesas tentadoras, pero luego trae consigo sólo decepciones, frustración y fracaso de las ilusiones. Tras la fachada de un paraíso idílico donde el hombre materialmente asegurado puede adquirir y hacer todo lo que quiera, se esconde una multitud de conflictos humanos no resueltos que quizá no afecten al cuerpo, pero sí al alma. Hay tantos problemas que no se resuelven con dinero y enfermedades cuya curación no se compra con millones... Cuanto más valor van adquiriendo los problemas materiales, convirtiéndose en una prioridad vital, tantos más problemas del alma van pasando al anonimato de la clandestinidad. Pero el hecho de que esos problemas no salten a la vista de todos no quiere decir que no los haya, que los hombres no sufran por ellos o que no se agraven día a día.

La soledad es uno de estos problemas palpitantes y delicados del alma humana que nos afectan a todos, independientemente de nuestra situación material, nivel intelectual o títulos adquiridos. No existe ni una sola persona que pueda presumir de no haber sentido nunca en su propia piel ese estado interno tan particular que puede ser a veces doloroso y a veces, por el contrario, muy profundo y especial.

¿Por qué y en qué situaciones el hombre puede sentirse solo? No es fácil responder a esta pregunta. En realidad el problema de la soledad recuerda en algo a un enorme iceberg. Existe una pequeña parte bien vista y perceptible para todos. Pero hay también otra parte, mucho más grande, sumergida en el agua, que queda fuera del alcance de la vista humana y de las leyes de la lógica habitual.

Soledad: la parte visible del iceberg
La soledad aparece cuando faltan contactos con el mundo circundante o con otras personas con las cuales se siente cierta afinidad, o cuando por alguna razón estos contactos resultan problemáticos.

El problema clave de la soledad siempre toca el delicado tema de las relaciones humanas. Al echar una ojeada en el alma de un solitario podríamos encontrar historias conmovedoras de relaciones que no tuvieron lugar, decepciones y miedo a ser herido en sus sentimientos y desilusionado en sus esperanzas.

Algunos se sienten solos por no tener en la vida a un compañero o compañera realmente querido con quien poder compartir las penas y alegrías. Otros quieren simplemente ser amados, ocupar un lugar principal en la vida de alguien. Y otros no son capaces de encontrar a alguien capaz de compartir sus pensamientos, sentimientos, sueños recónditos y aspiraciones. Este es un problema frecuente, y es propio de mucha gente que, teniendo un montón de conocidos, no pueden contar con un sólo amigo fiel. Otros se sienten solos por haber sido tantas veces abandonados y engañados que ya no creen a nadie ni nada, aún cuando la gente trate de acercárseles con intenciones plenamente sinceras.

El miedo a la soledad es natural y muy comprensible, pero a menudo se convierte en una fuente de decisiones erróneas, estados psicológicos verdaderamente tortuosos y desaciertos motivados por razones muy diversas y discutibles.

Si observamos cómo se manifiesta el miedo a la soledad constataremos que está siempre ligado a una necesidad básica del ser humano: sus relaciones con otras personas. Si tengo relaciones no me siento solo, y si no llego a tenerlas me siento frustrado. Si seguimos la lógica de esta idea, correcta en su base pero superficial en su esencia, y no tratamos de ir al fondo del problema -lo que sucede en la mayoría de los casos- resulta que nuestro bienestar y tranquilidad así como nuestra percepción de la felicidad, no dependen propiamente de nosotros mismos, sino de otras personas. Dependemos en mayor o menor grado de la reacción del otro, de su disposición hacia nosotros, de sus signos de atención, de su apoyo, comprensión y ayuda. La presencia de todo esto nos hace felices, nos ayuda a vivir y a sentirnos personas válidas y realizadas en la vida.

Por el contrario, cuando faltan las manifestaciones externas de este tipo, perdemos el equilibrio y la seguridad en nosotros mismos, caemos en depresión, nos sentimos débiles, heridos, incapacitados, y a veces nuestra propia vida parece perder todo su sentido. Como en este caso nuestra felicidad depende menos de nosotros mismos y mucho más de las circunstancias externas y de cómo nos van a tratar los otros, el miedo a la soledad adquiere una forma muy particular.

Obviamente todos esos motivos son verdaderamente conmovedores porque tocan algunos rincones íntimos, muy frágiles y a veces dolorosos del alma, y por ello merecen atención y respeto. Pero...

Los problemas en las relaciones son las consecuencias, pero no las causas de la soledad
Cada vez que tenemos miedo de perder lo que ya tenemos, al igual que un jugador, apostamos todas nuestras esperanzas en una sola "combinación de cartas" que creemos que está obligada a salir. De lo contrario se derrumba todo, dado que no tenemos otras alternativas.

Pero la vida no es un cine ni un melodrama. ¿Qué pasa si realmente alguna vez nos quedamos sin la persona querida, sin hijos, sin amigos, sin apoyo y sin comprensión? ¿Significaría esto que la vida para nosotros ha terminado?

Para responder a esta pregunta hay que ir más allá de lo superficial, concentrarse en la parte oculta del iceberg que de inmediato no se puede ver ni entender. Y entonces queda claro que el problema de la soledad no se puede identificar únicamente con el hecho de tener o no tener relaciones. Los problemas en las relaciones son la consecuencia, pero no la causa de la soledad.

Si queremos conocer el verdadero amor, la amistad y la felicidad tenemos que resolver problemas fundamentales relacionados con las necesidades de nuestra propia Alma. Y estas necesidades no están determinadas por la opinión de los demás, ni por su manera de tratarnos, sino que dependen exclusivamente de nosotros mismos, de nuestra capacidad de entender el sentido profundo de la vida y las Leyes de la Naturaleza, del Hombre y del Universo.

El Alma necesita no sólo relaciones verdaderas, sino todo lo que pueda darle oportunidad de despertar sus potenciales ocultos, sus grandes Sueños, su nobleza y su profunda Sabiduría.

¿Qué necesita el alma?
Necesita encontrar el sentido de la vida. Saber por quién y por qué vive y muere. Soñar profundamente, con toda su fuerza, y tener una Obra sagrada para encarnar sus Sueños. Un hombre sin sentido de la vida, sin grandes sueños, sin Obra sagrada, está realmente solo.

El Alma necesita algo que pueda unir la vida y la muerte, lo visible y lo invisible. Necesita el camino, saber de dónde viene y a dónde va. Necesita a alguien que la conduzca por el camino, que le sirva de ejemplo de nobleza y de todas las virtudes, alguien de plena confianza. Un hombre sin camino y sin maestros está realmente solo.

El Alma necesita armonía y belleza como fuentes de inspiración permanente. Necesita estar segura de que hay cosas y valores que no mueren. Necesita sentir lo eterno y lo inmortal. Necesita las referencias sagradas, las apoyaturas de lo divino. Un hombre sin lo sagrado, lo bello y lo eterno está realmente solo.

El Alma necesita intuir la presencia divina en todas las cosas, sentir la bendición y la protección de ese "Algo" enigmático, sublime y misterioso. Un hombre sin Dios está realmente solo.

El Alma necesita llegar a entender que no hay nada casual en el Universo y que nunca le sucede nada que no sea capaz de superar. Que todo lo auténtico en la vida está marcado por el Destino. Un hombre incapaz de entender el Destino y sus signos, de intuir la providencia y su propia predestinación está realmente solo.

El Alma necesita tal tipo de relaciones con otros hombres que sean algo más que un simple brote de emociones. Necesita "almas gemelas" que compartan su camino, sus sueños, y sus luchas. Un hombre sin almas cercanas, sin compañeros unidos por un mismo camino, está realmente solo.

El Alma también tiene miedo de la soledad, pero sus temores son de otro tipo. No la preocupan tanto las cosas que podría conseguir o perder. Sus preocupaciones son mucho más profundas. No la preocupan tanto los errores de otros como sus propios errores. Y su felicidad no depende de lo que pueda obtener de otros sino de su propia capacidad de amor, sacrificio y dación.

Parece paradójico, pero precisamente cuando un hombre ya no necesita nada para sí mismo, el Destino le hace encontrar en su camino a seres queridos, verdaderos compañeros de ruta que aspiran a estar a su lado atraídos por la fuerza de su alma. Para convivir verdaderamente con otra persona, es necesario primero dejar de depender de ella.

El amor y la amistad no se compran ni se venden
El verdadero Amor y la verdadera amistad no se exigen, no se planifican, no se piden, no se compran ni se venden. En realidad vienen por sí solos. Lejos de ser un simple enamoramiento o una adquisición más para nuestra colección de objetos de valor, despiertan y se reconocen como estados superiores del Alma. El verdadero amor baja del Cielo.

Igual que todos los grandes sueños, el amor no llega a ser realidad de golpe, sino que es el resultado de largas luchas, pruebas, sufrimientos, intentos repetidos de superación de los impulsos egoístas y posesivos. Sólo lo puede encontrar aquel que no deja de soñar con ello como un principio superior de la vida y como una necesidad vital del alma. Entonces se siente como una bendición del Destino.

Cualquier intento de invocar el verdadero amor artificialmente, imponerlo, exigirlo, planificar los acontecimientos, poseerlo, acaban con un fracaso tarde o temprano. Esa rara ave de felicidad, tan fina y frágil, presiente la amenaza y evitando hacerse cautiva de cualquier tipo de intenciones egoístas, escapa de la jaula dorada especialmente preparada por nosotros, tal vez para no volver nunca más.

El verdadero Amor es propio de los hombres y mujeres fieles que prefieren permanecer en soledad que traicionar sus nobles sueños y sus elevados criterios. Es para aquellos que no se venden. No entran en relaciones simplemente para propiciar el bienestar material y por el simple placer sexual. No se unen con cualquiera sólo por no perder la oportunidad de formar una familia o para no quedarse solos hasta el fin de su vida. No se conforman con compañías de juerga, totalmente ajenas a los ideales de amistad y nobleza humana. En todos estos casos el hombre se asemeja a un actor o director de cine de talento que se ha estancado haciendo publicidad de productos al no haber podido esperar a que llegase su momento. El dinero cobrado, por mucho que sea, no es nada más que una compensación mínima y por cierto nada consoladora por haber arruinado su talento.

Los intentos de valorar las relaciones desde el punto de vista del análisis minucioso y detallado de lo que nos separa son un pasatiempo vano, una pérdida de nervios y energías. Si pretendemos mejorar o salvaguardar nuestras relaciones, tenemos que proponer una pregunta fundamental: "¿Qué es lo que nos une?" Nuestras relaciones con otras personas van a durar tanto tiempo cuanto dure lo que nos une. Si lo que nos mantiene unidos es una casa, un chalet, el dinero, el atractivo exterior, la libido sexual o cualquier otra cosa "a corto plazo", es seguro que los primeros problemas que surjan en esta esfera van a constituir una amenaza a nuestras relaciones. Los vínculos que unen a los hombres que ya no tienen nada en común recuerdan a algunos pueblos situados dentro de las vías turísticas, donde tras las fachadas bien pintadas la vida aparenta ser normal, pero en realidad detrás puede haber un montón de problemas acumulados.

Lo que une de verdad a las personas son las dificultades, los momentos de crisis superados juntos. Es necesario aprender a dar el primer paso, sin perder nuestra individualidad ni el sentido de la propia dignidad. Para establecer y mantener las relaciones en pareja se necesitan los esfuerzos de ambos, y cualquier paso que emprendamos debe provocar una resonancia en la otra persona, seguida de su reacción y sus pasos de respuesta a nuestro encuentro. Si esto no sucede, por muchos esfuerzos reiterados que apliquemos, la conclusión debe ser: o los pasos que emprendemos no son los apropiados, o nuestras relaciones yacen sobre un terreno muy inestable, pues las mantiene tan sólo uno de los dos, que intenta salvaguardarlas asumiéndolo todo, cosa que, por cierto, es absurda y artificial. Para que cualquier relación tenga éxito es indispensable que ambas partes intenten superar el sentido del egoísmo y la posesividad. A menudo no nos damos cuenta del hecho de que nuestros seres queridos representan una individualidad diferente e independiente de nosotros mismos. En consecuencia seguimos percibiéndoles como un reflejo de nuestras propias visiones, requerimientos y fantasías según nuestra opinión y nuestros deseos. Es muy peligroso tratar de educar y construir a otras personas de acuerdo con nuestro modo de ser. El amor requiere de aire fresco y de libertad del alma. Los que lo sienten y comparten no se disuelven uno en otro ni pierden su individualidad, más bien se asemejan a dos firmes pilares sosteniendo el techo de un mismo templo.

El amor requiere una entrega total y una falta de interés egoísta. En el amor verdadero no nos hace falta nada. Teniendo la posibilidad de amar, lo tenemos todo. Cuando alguien tiende a imponerse demostrando su egocentrismo, haciendo a todo el mundo dar vueltas en torno a sus problemas e intereses y exigiendo constantemente pruebas de amor y algún "premio" a cambio de sus sentimientos, no se trata simplemente de que todo esto pueda matar al amor, sino de que no es amor y nunca lo fue.

En este contexto la pregunta clave no debe ser "¿qué será mejor para mí?", sino "¿qué será mejor para el otro?" Un amor o una amistad íntima es como un espejo: lo ve y lo refleja todo. Debemos ir descubriendo en el ser querido cada vez algo nuevo, una pequeña perla del precioso tesoro escondido en su alma, de lo que él o ella tal vez ni se haya dado cuenta. Es inútil convencer tan sólo con palabras. Se consigue convencer e inspirar mejor con la fuerza del ejemplo propio. Un hombre capaz de vivir inspirado por un gran amor tiene una poderosa fuerza. Se parece a un rayo de luz entre las tinieblas: basta con saber que existe, que podamos guardar su imagen en el corazón, pase lo que pase.

En realidad hay que poner en marcha muchas fantasías negativas y muchas ideas circulares para llegar a sentirnos verdaderamente solos. Incluso si no logramos encontrar a un ser querido digno de guardar para siempre su imagen en el cofre de oro de nuestro corazón, todavía nos quedan el cielo, las estrellas, los grandes sueños inmortales que abrigan a todos los lobos solitarios capaces de soñarlos, amarlos y vivir por ellos con toda su alma.