Primero, sería bueno saber qué es la paz. Algunos piensan que la paz es quietud, no moverse. Pero imaginemos un hombre apresado por una gran catástrofe entre una masa de escombros. La quietud no es para él, indudablemente, la paz. A veces se piensa que la paz es poder trabajar. Tal vez pueda serlo, pero tampoco podría identificarse del todo con ella. La paz es algo mucho más interno, una actitud interior; y para poder hablar de la paz en el mundo, deberíamos comenzar a hablar de la paz en el hombre.
Paz interior, paz exterior, ¿son posibles?
Como filósofo e historiador, no creo en los sistemas, porque si los sistemas fuesen buenos, con tantos como ha habido en la historia, ya habría sido suficiente para alcanzar cualquier meta.
Estar en un mundo altamente comunicado puede llevarnos a una situación de angustia interior, que se refleja igualmente en una angustia exterior. Esto es lo que los antiguos griegos, en el teatro trágico, llamaban “hybris”, aquello que se salía del camino universal, de la armonía universal, un error que engendraba otra larga cadena de errores.
La vida, con sus distintas circunstancias, va especializando la labor de cada hombre, y nos vamos olvidando de aquel niño hecho de esperanza que estaba en nuestro interior, y que, según Jesucristo, nos permitiría entrar en el Reino de los Cielos.
Es como ese pequeño niño dorado de los antiguos misterios de Dionysos, al que se comparaba con un delfín mágico que podía sumergirse en las aguas y saltar de nuevo. Es el niño inmortal que está más allá del tiempo, y que a través de las innúmeras reencarnaciones aparece o desaparece, pero que se halla siempre presente porque su esencia misma es la eternidad, la duración, la permanencia. Así pues, con este espíritu filosófico, vamos a tratar de ver si es posible tener paz interior y paz exterior.
¿Qué es lo que somos? Somos un misterio. Somos aquello que está detrás de todas las cosas, una especie de observador que trasciende todo tipo de manifestación. ¿Cómo poder entonces lograr la paz interior? Hemos de insistir en que cuando hablamos de paz, no lo hacemos de quietud. Salvo excepciones, no creemos en el santón de la montaña, que se sienta en un lugar alejado, tal vez repitiendo una fórmula, que permanece quieto y con eso consigue la paz. No hay que confundir paz con quietud. Ese hombre puede estar quieto y no tener paz en su corazón. La paz es algo más que la quietud o el movimiento, porque quietud y movimiento son situaciones relativas que no tienen un valor en sí.
El mundo, con sus espejos, refleja muchas veces ideas falsas, y nos va situando en un eje de relatividades. Es muy difícil dar un valor exacto a las cosas. Cualquier objeto puede ser grande o pequeño según lo que nos sirva de comparación.
Para lograr una paz que realmente sea interior, no la podemos buscar en la quietud ni en el movimiento, sino en una armonía justa, que se basa en la verdadera armonía universal, en la que el hombre no se vea como un elemento aislado, enemigo del hombre y de la Naturaleza, sino como amigo de todo. Y no es amigo el que comparte una mesa, sino el que está junto a nosotros. Como dirían los antiguos romanos, es el que está en concordia, corazón con corazón.
Hay que saber, pues, que para lograr esta paz interior tenemos que armonizarnos con nosotros mismos. Existe dentro de nosotros, de una manera natural y no provocada, cierta armonía; simplemente la estamos rompiendo y contaminando con nuestra forma de vida. Hay que buscar la armonía interior, y es algo más bien fácil, si es que nos proponemos lograrla.
Creemos que la paz es una actitud interior de armonía, una armonización con nosotros mismos y con nuestros propios componentes.
Los antiguos filósofos esoteristas enseñaron que el hombre no es simplemente una envoltura carnal con un alma subjetiva que vuela por encima del cuerpo. El hombre es mucho más complejo y, pedagógicamente, puede decirse que está compuesto de siete cuerpos o “aspectos”.
Cada una de las partes que componen nuestro propio ser mantiene una forma de separatismo interior. Las emociones siguen su camino, la razón el suyo, y muchas veces tenemos ideas que, por no ser creativas, se convierten en formas mentales circulares, como la mítica serpiente que se muerde la cola: en vez de surgir en un nuevo plano, que es lo lógico, se quedan en el mismo plano dando vueltas. ¡Cuántas veces no hemos tenido una idea circular! Estas ideas siguen todo un proceso, y luego lo repiten y repiten, y en vez de llegar a conclusiones, vuelven a comenzar el ciclo circular. Eso es lo que, en parte, va amordazando y asesinando nuestra paz interior, nuestra paz simple y sencilla.
Cada uno de nosotros tiene que tener el valor moral suficiente para encontrar su “rayo de luz” y seguirlo, aunque se le considere cursi, aun en contra de la opinión de otros. Debemos seguir lo que consideremos correcto, sin importarnos lo que los demás puedan decir. Y no ha de entenderse esto en el sentido egoísta y despectivo, sino para poder mantener dentro de nosotros un bastión de individualidad, un bastión de libertad interior, sin el cual nunca encontraremos la paz; porque como badajo de campana fuertemente sacudido, atraídos por los unos y los otros, vamos dando vueltas y dándonos de cabeza contra un lado y otro, sin saber por quién repicamos, ni si es a muerto o gloria.
Un poema de Amado Nervo dice: “Vida, nada te debo; vida, estamos en paz”. Puede parecer cursi, pero es un sentimiento completamente válido y natural. Tan solo aquel que alguna vez haya tenido el valor de quedarse a solas sobre una roca junto al mar, haber caminado en un bosque, haber estado a solas consigo mismo, sabe de esta comunicación con la Naturaleza, con el Sol, con las estrellas; y sabe cuánto vale el haber amado, y cuánto vale también el que nos amen.
Vale más amar que ser amado. Es mejor ser fuente que da, que pozo que recibe. Lo mejor es ofrecer, dar, tener la capacidad de amar sin hacer un cálculo previo de cuánto nos debe reportar este amor. Entonces algo se despierta dentro de nosotros y vamos entendiendo nuestro entorno. Vamos entendiendo al pájaro, a la montaña, al viento, y también a nuestros hermanos los hombres; vamos entendiendo la historia de los distintos momentos por los que pasó la Humanidad; vamos comprendiendo, de una manera pacífica, toda la sabiduría que hay en el mundo, que es fruto de Dios; y es también fruto de Dios la armonía universal en la cual todas las cosas está unidas.
Esta unión entre el Sol y las plantas, el Sol y los animales, los animales y nosotros, las estrellas y los hombres, es lo que nos da la paz interior, la paz de saber que Dios ha pensado todo esto, que todas las cosas están pensadas de tal manera que nuestro sufrimiento siempre es soportable.
Muchas veces nos preguntamos lo que nos pasará cuando muramos, ya que, como todos vamos a morir, es algo que nos interesa a todos, aun a los más jóvenes. Y una voz interna nos responde: ¿y qué pasó cuando nacimos? ¿Acaso no nacimos de una manera natural, y hubo gente que nos quiso por nosotros mismos, sin importarles si traíamos o no un pan bajo el brazo? Esos seres fueron nuestros padres. ¿No tendremos también padres al otro lado de las puertas de la muerte? Tal vez no sean los mismos. ¿Existirían verdaderamente los ángeles custodios, según nos hablan tantas tradiciones antiguas?
Paz interior, paz exterior, ¿son posibles?
En aquella época en que los niños, antes de dormir, rezaban una pequeña oración al ángel de la guarda, ¿no había más relación con la paz interior que hoy en día, en que se acuestan después de ver la televisión sin enseñarles nada profundo?
Paz interior es poder encontrarse a sí mismo, reconocer que en esta gran sabiduría divina, no todos hemos nacido para la misma cosa, y que cada cual tiene su camino, su destino, su alimento, su viento y su forma de ser y de expresarse.
Consideramos que Dios ha pensado todo esto. Todo lo que nos pasa, todo lo que nos va a suceder está planificado de alguna manera, porque si Él ha pensado cómo se tienen que mover las hojas de las plantas, cómo han de desplazarse las pequeñas amebas que tienen una célula, ¿cómo no ha de pensar en nosotros, que somos más complejos, y en cierta forma tenemos más conciencia, y desde cierto punto de vista somos más importantes?
Así como los padres nos aguardan con esperanza, sin saber si seremos hombre o mujer, buenos o malos, hermosos o feos, nuestro Padre del Cielo ha de tener al menos similar actitud de bondad. ¿Por qué no pensar que nos haya amado desde el principio de los tiempos, que nos ame hoy y que nos amará siempre, que estamos todos sumergidos en el pensamiento, en la luz y en amor divino? De tal suerte, todas las inquietudes desaparecen, y aun las dificultades de la vida se ven como pruebas, como eslabones que tenemos que pasar para poder purificarnos.
Hay que recordar cómo se depuraba el agua en Egipto. Todavía hoy existen unos embalses o piletas ya secas, en las que antaño el agua pasaba de una a otra. En Tebas había una purificadora de agua que tenía siete grandes pilones. El agua del Nilo entraba en la primera y el barro grueso se iba al fondo; en la segunda ya estaba más purificada, y así hasta la séptima pileta, en la que el agua estaba completamente pura y potable. Si eso pasaba con el agua, ¿por qué no ha de pasar con el ser humano? Creemos que esto es un reflejo de lo que sucede con nosotros mismos.
El agua más pura no es aquella que está estancada en medio de una charca sin moverse, sino aquella otra que viene saltando cantarina a través de las piedras. De esta última sería de la que beberíamos, de la más pura. Y esa agua se ha purificado a través del choque, miles y miles de veces, con las distintas piedras; es esa agua que ha cantado con su dolor y que ha hecho una espuma blanca de esperanza y un arco iris de color en cada uno de sus golpes.
El hombre debe ser como el agua, debe correr a través de la vida igual que el agua, saltando, cantando, manteniendo una cierta alegría y una fuerza interior que le haga fluir, y teniendo la sabiduría simple y sencilla del agua, que sabe siempre dónde va, que sabe siempre dónde está el mar.
Nosotros, a veces, no sabemos hacia dónde vamos, pero si buscamos una brújula interior lo sabremos exactamente. Todos los dolores, golpes e inconvenientes no serán para nosotros nada más que pruebas.
Todos los elementos de la Naturaleza nos enseñan lo mismo. Si tuviésemos la sabiduría de la llama seríamos muy grandes. La coloquemos como la coloquemos, la llama siempre es vertical. Si el hombre pudiese, a través de los golpes de la vida, mantenerse vertical, entonces encontraría la paz en su corazón.
Para esa paz interior e individual, no bastan los libros ni las conferencias, sino que hace falta observar la Naturaleza; observar el agua, el fuego, observar el viento y las montañas. Para poder entender el Ser del hombre no hace falta tener grandes conocimientos, sino ir a lo profundo y encontrar el sentido de todas las cosas, de todo aquello que nos rodea y de todo aquello que tenemos en nuestro interior.
¿Es posible, también, llegar a una paz colectiva, a una gran paz? Eso es aún más difícil. Poder llegar a una gran paz implica que todos los hombres del mundo sean pacíficos. Si todos los hombres del mundo no son pacíficos, o al menos no lo son aquellos que detentan el poder, el mundo no lo será tampoco. No basta con que hagamos grandes alocuciones sobre las ventajas de la paz. Hace falta que nos reencontremos de nuevo, no pensando en utópicas sociedades, sino en un conjunto humano que pueda marchar desde Dios, en Dios y hacia Dios.
A nosotros, como tantos otros pueblos del globo, nos han dado muchas teorías y muchos esquemas, pero a la hora de la verdad, nuestro poder adquisitivo es menor cada vez, y la inseguridad ciudadana crece paulatinamente; las dificultades entre los propios hombres son más grandes, y las amenazas que se ciernen sobre nosotros más espantosas.
Ahora ya no se trata de un cuchillo de sílex o de hachas de bronce; tampoco son espadas, ni siquiera es un fusil; ahora se habla de guerras de tipo galáctico, de rayos láser que en lugar de curar matan, de extraños satélites espías que tratan de desestabilizar todo aquello construido en el mundo, de gases tóxicos, de desfoliantes que arrancarían las hojas de los árboles sumiendo al mundo en una especie de invierno perpetuo. Con estas amenazas, evidentemente, no pueden llevarnos a la paz. La labor política, colectiva y social, debe empezar cada día por una labor pedagógica. No podemos soñar utopías, no podemos creer que por lo que digamos, el mundo se volverá pacífico.
Cristo dijo: “Amaos los unos a los otros”. ¿Y cuántos son los que se aman? Y Buda dijo que debemos tener comprensión, y que es mejor ser víctimas que ser verdugos. ¿Y cuántos entienden eso? De tal suerte que si esos grandes seres, encarnaciones de la Divinidad, como queramos llamarlos, no han podido cambiar el mundo, no vamos a poder confiar demasiado en fórmulas, sino en aquello que cada uno de nosotros podamos hacer y transmitir.
Creemos que la paz exterior, la paz colectiva, pasa obligatoriamente por la paz en nosotros mismos. Mientras haya gante egoísta, aferrada a lo material, existirá la explotación en el mundo. Mientras haya personas que odian a otras por el mero hecho de tener ojos de diferente color, o porque les han caído mal, existirá el racismo en el mundo. Mientras haya genta que en vez de contestar con buenas palabras y razones y en lugar de entender al de enfrente, le dé un golpe o una patada, existirá la violencia en el mundo. Todas estas son pruebas que tenemos que enfrentar, y no podemos pensar en hacer un decreto de pacificación mundial; ya hemos visto de qué sirven los decretos, de qué sirvió la Sociedad de Naciones de Ginebra.
Tenemos que crear un mundo nuevo, recrear un mundo diferente. Esa recreación de un mundo distinto, de un mundo nuevo, pasa por cada uno de nosotros. De ahí nuestra exaltación del individuo, pero no egoísta, del individuo que sólo vive para sí, sino del que puede lograr en convivencia con los demás, que puede extender sus brazos, no solamente como una bendición, sino también fraternalmente, de manera que no se limite a compartir su capa con otro, sino que si hace falta, se la dé toda. Tal vez haga falta aún revisar aquello de “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Es tal vez necesario amar a nuestro prójimo más allá de lo que nos amamos a nosotros mismos, porque puede haber algunos que necesitan más amor que nosotros. Porque algunos de nosotros somos fuertes, o somos jóvenes, o tenemos potencialidad social o económica, pero hay muchos que no la tienen. Y los hay que no tienen nada más que una mano extendida que pide; y con ellos tendremos que tener más amor que el que nos tenemos a nosotros mismos.
¿No será hora de volver de nuevo a esa célula fundamental que es la familia, esa célula fundamental en la que los padres aman a su hijo antes de que nazca? Y no nos referimos obviamente a todas esas farándulas que hablan sobre familia y no-familia. Hablamos simplemente de la unión de un hombre y una mujer, y de si quieren realmente tener un hijo, de si le esperan realmente con amor. ¿Es que no podemos hacer lo mismo en cada instante? ¿Es que no podemos esperar a nuestros discípulos realmente con amor, sin importarnos cómo sean? ¿Es que no podemos esperar a nuestros empleados, a nuestros compañeros de trabajo, con amor, con una sonrisa?
Tal vez esta arma sea más fuerte que todas las demás. Tal vez ningún misil pueda cambiar el mundo. ¿Y si lo cambiase una sonrisa o una actitud diferente? ¿Por qué, cuando vamos a comprar algo, tenemos que entrar con el rostro oscurecido y seco? ¿Qué ganamos con esta negrura, qué es esta bestialidad que nos ha atrapado a todos? ¿Qué es lo que nos está pasando? ¿Es que estamos completamente locos?
Tenemos que tratar de salir del manicomio, tenemos que intentar regresar a una actitud simplemente normal, personal. No nos basta con leer aunque pueda ser bueno. También necesitamos una actitud personal, un contacto humano, un poco de amor entre las manos, y volver a tener una actitud natural frente a la gente, frente a la Naturaleza; que los animales no huyan cuando nos ven llegar, que el hombre no sea enemigo de todas las cosas, que no contamine el aire, que no contamine la tierra; que el hombre sea uno más dentro de la Naturaleza; tal vez su rey, pero que como rey esté al servicio de todos; tal vez su padre, pero no porque dé gritos, sino porque sepa traer el pequeño regalo, la sonrisa, la palabra, sin que necesite exaltarse para ser reconocido.
Aquel que más ama, que más fuerza de voluntad pone en sus actos, en sus pensamientos, en su corazón, es naturalmente padre. Y aquel que es naturalmente padre, sabe dar a todos de la mejor manera lo que tienen en su corazón, de forma simple, para que pueda entenderse y sentirse.
Lo que queremos es que cada uno sienta una pequeña inquietud, y allá, en el fondo de su corazón, si no amor, al menos un poco de paz. Si cada uno puede esforzarse en su oración interior, si puede sonreír un poco más, si mañana, cuando salga el sol, se ve en el espejo con un rostro no contaminado, si lanza a la gente una sonrisa, encontrará paz.
Paz es alegría, es armonía, es poder realizar en el mundo las mejores cosas. Paz es el Partenón y la Gran Pirámide; paz es el hombre que cuando va por la calle sabe dar una moneda a todos aquellos que lo necesitan; es la mujer que, estando en la casa, es luz para todos los que están junto a ella; es el anciano que enseña sus experiencias a los jóvenes, no con vanidad, sino para que no se ensucien con drogas físicas, psicológicas o espirituales, y traten de trabajar con fe en un porvenir.
Volvámonos como una lámpara transparente, para que la luz que por gracia de Dios tenemos todos, pueda llegar a todas partes. Entonces hallaremos la paz interior y estaremos trabajando para lograr esa paz exterior, que aunque no parezca cercana, merece que se trabaje por ella. No se trabaja por la paz con manifestaciones en la calle, sino realmente manifestando lo que hay dentro de nuestro corazón de manera que se pueda sentir.
Podemos amar a las golondrinas, a las piedras, a los hombres, al viento, a las viejas banderas, a las viejas glorias, pero es necesaria la paz. Y ello es posible si somos capaces de descubrir en el aire de la primavera esos signos de Dios que son las golondrinas; si podemos descubrir en medio del agua que cae rumorosa, los hilos blancos de la espuma y su canto al chocar, y la verticalidad de la llama. Tendremos paz, porque la paz nace de nuestra propia guerra interior, de nuestro enorme esfuerzo y acción, de nuestro amor.
Benditos sean aquellos que pueden sentir ese amor. Benditos sean aquellos portadores de la paz. Benditos sean aquellos que tienen el valor de decir que la paz es fundamental para todas las cosas, sin que importe el precio que tengamos que pagar por ella.
Las cosas caras, las cosas buenas se pagan. La paz es buena. Pagad por la paz. Pagad por nuestros sueños, para que la paz reine en el mundo, para que reine en nuestros corazones y cuanta relación exista entre las personas, los animales y las plantas. Entonces Dios estará con nosotros.
Jorge Ángel Livraga
viernes, 4 de junio de 2010
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