Se ha dicho muchas veces que el hombre es un animal de costumbres y es verdad. El hombre tiene muchos “amos” que se encargan de adiestrarlo en ciertos hábitos que le dan una sensación de seguridad dentro del conjunto, y son los mismos amos quienes se preocupan de generar el miedo al abandono de esos hábitos, al menos mientras así convenga a los propósitos de los mencionados adiestradores.Esta forma de temor psicológico, que llega a tomar posesión de los campos físico y mental en varios casos, se manifiesta también bajo otros aspectos humanos: miedo a la aventura, miedo al riesgo, miedo a perder cosas y aun miedo al éxito.
Crecemos dentro de una sociedad configurada por diversas motivaciones, algunas naturales y propias de las necesidades históricas, y otras absolutamente artificiales, alentadas por intereses y modas que rigen por un tiempo el movimiento de las grandes masas.
Son, sobre todo, las necesidades artificiales o las que se tiñen de artificialidad las que más atan a los hombres y las que le impiden cambiar en cualquier sentido.
Nos explicaremos: por ejemplo, el amar y sentirse amado es una necesidad natural para cualquier ser humano, pero los consensos sociales de moda agregan al amor un conjunto de requisitos que lo vuelven artificial y casi imposible de vivir. Además del sentido debe haber dentro del núcleo unos bienes materiales y unas condiciones prestigiosas que cierran las puertas a una convivencia sana.
Pero el hombre mira lo que hacen todos los demás, y de la repetición de esos actos obtiene una tranquilidad psicológica que le permite ubicarse dignamente dentro del conjunto. Lucha por adquirir esas cosas entendidas como indispensables y, una vez que las tiene, no puede abandonarlas porque pierde su propia estabilidad, desgraciadamente generada sobre soportes exteriores a uno mismo.
De igual manera, las modas imponen determinados estilos de conducta, de lenguaje, de trato humano, de opiniones y creencias que aseguran la “normalidad”, al menos por un tiempo. Hay que estar al tanto para seguir esas corrientes impuestas y variar junto a ellas para no alejarse ni un paso del rebaño.
De allí el miedo al cambio. Todo cambio, si es sustancial, supone destacarse para bien o para mal, salir de lo comúnmente aceptado, arriesgarse a ser diferente y, por lo tanto, a perder algunos de los preciados valores establecidos por la artificialidad. Es posible que desaparezca el falso afecto de quienes poco y nada nos querían y el prestigio inestable de aferrarse apenas a una modalidad pasajera.
Para nosotros, aspirantes a filósofos, amantes de la sabiduría, el primer y fundamental cambio que debemos promover es el despertar de la conciencia. En cuanto ella emerge dentro de la masa amorfa de nuestras necesidades e imposiciones físicas, psicológicas y mentales, suscita simultáneamente un conjunto de cambios correlacionados.
Mientras se vive a ciegas, no importa adoptar una u otra costumbre y aferrarse a ella, pero la conciencia activa obliga a recapacitar sobre muchos aspectos de la existencia que antes parecían no tener ninguna importancia.
El filósofo se acostumbra, sobre todo, a hacerse preguntas profundas acerca de la vida, de sí mismo, del destino… Su mente se vuelve más inquisitiva y lo lleva a cuestionarse su propia forma de ser, mostrándole nuevos cambios de perfección constante.
Los cambios que se propone el filósofo no responden a modas ni aceptaciones generalizadas; por el contrario, son cambios ascensionales en que cada paso es un escalón de superación. Más que de cambios, deberíamos hablar de las únicas y verdaderas adquisiciones que hacen al ser humano, al margen de los otros cambios de fortuna material, al margen de la vida y de la muerte, al margen de pasiones y opiniones.
¿Por qué, entonces, el miedo, cuando intelectualmente se sabe que estos especiales cambios solo traerán bienes consigo y llevarán a un mayor desarrollo espiritual? Porque estos cambios hay que hacerlos a solas, frente a frente con uno mismo, sin que valga de nada el beneplácito de los otros, sin que importe el aplauso o la crítica de los demás. Porque estos cambios suponen algunas pérdidas, claro está, pero son las pérdidas que darán paso a nuevos valores mucho más estables y armonizadores. No conocemos a ningún héroe que no haya pasado por pruebas arriesgadas y lo haya intentado todo hasta salir victorioso. Y porque, como decíamos al principio, hay quienes temen incluso al éxito, sabiendo que una vez conseguido, habría que mantenerse a la altura de ese éxito, sin permitirse caídas ni depresiones, pues el éxito interior tiene fuertes exigencias ante la propia conciencia.
Pero ¿no vale la pena intentarlo?
El destino del hombre es llegar a ser lo más perfecto como hombre y, en todo caso, como lo apuntan las tradiciones esotéricas de todos los tiempos, crecer más allá de la condición humana hasta hacerse digno discípulo de los dioses y no de los “amaestradores de hombres”. A ese destino habremos de llegar todos, tarde o temprano, con más o menos sufrimiento. Pero el cambio es la condición inexcusable. Entonces, ¿por qué no empezar ahora mismo? ¿Por qué no desprenderse del miedo, que no es ningún bien positivo? ¿Por qué no desarrollar la valentía del que sabe lo que quiere y lucha por poseerlo?
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