“Es necesario desarrollar y vivir el amor a la verdad y al conocimiento como una aspiración natural más allá del entorno cultural y religioso. El amor a la verdad parte de la legítima aspiración por desarrollar el propio discernimiento y comprensión del mundo y de uno mismo”.
Hablar del amor a la verdad es hablar de una de las inclinaciones más naturales que más nos definen como seres humanos, tan natural como el impulso de orientación que hace crecer a las plantas hacia la luz.
Todo ser humano ama naturalmente la verdad. Nadie quiere caminar por la vida a ciegas sin distinguir ni reconocer la verdadero de lo falso o, cuando menos, lo que nos hace bien de lo que nos daña.
Una de sus expresiones más elementales es la necesidad de autenticidad, el rechazo de lo falso, de lo que a veces con medias verdades tiene como intención el engaño. Sinceridad, autenticidad, fidelidad a la verdad son valores sobre los que se alzan pilares sólidos en la construcción de la sociedad y de uno mismo.
El que ama intensamente, busca la verdad y no se conforma con la ausencia de respuestas, ni con la incapacidad propia para encontrarlas, no se resigna y en su empeño trata de superar sus limitaciones.
Ciertamente, como diría Sócrates con tanta insistencia, el problema no es la ignorancia, sino la falta de interés por saber; no es no poseer alguna certeza, sino la carencia de impulso hacia ella, pues este abandono nos pone a merced de la esclavitud de la ignorancia y sus mercaderes. Cuando al ser humano se le anula su natural tendencia hacia el saber (que muestra la necesidad de querer valerse por sí mismo), ciertamente se le esclaviza en la peor prisión, la de la oscuridad mental, la ignorancia. Pero, continuando con Sócrates, la forma más grave de ignorancia no es la del que no sabe, sino la de quien carece de interés por aprender (ya sea por sumisión, pasotismo o vanidad de creer que uno ya sabe lo que hay que saber).
Falso es también el amor a la verdad que se manifiesta como una actitud contemplativa en la lejanía y no se expresa en un impulso de conquista y completura que nos mueve a la aventura, a la conquista de lo que amamos y que nos falta.
Pero ¿existe la verdad? Y si existe, ¿dónde está, dónde se esconde? ¿No será que cada uno se inventa su “amada ideal”?
Por desgracia, la tendencia a extremismos nos ha enfrentado muchas veces en una falsa dialéctica entre relativistas, que proclaman que no hay nada cierto, que todo es relativo, y los defensores de la verdad absoluta. Ante la inmensidad de “lo desconocido”, ante la aparente imposibilidad de obtener respuestas para las más profundas interrogantes, tanto la fe ciega como el escepticismo radical anulan el impulso humano de amor a la verdad.
Cierto es, y bueno es reconocerlo, que las propias limitaciones como seres humanos nos darán siempre visiones parciales, incompletas, a veces distorsionadas de la realidad, pero nuestro propio sentido común nos muestra, en lo que podemos observar de ese mismo mundo, un orden, unas leyes, que mantienen la armonía y el ritmo que percibimos en el universo. Ese orden celeste y vital nos sugiere un sentido y una finalidad. Es de la intuición de ese sentido de lo que se alimenta el amor a la verdad. Quien cree que todo es relativo y que nada tiene ni profundidad ni sentido no anhela comprender ni alcanzar nada, pues permanece ciego al orden y al impulso de la vida que subyace en toda la naturaleza. Nos toca, eso sí, aventurarnos en su busca sin acomodarnos en dogmatismos que nos impidan dudar o poner a prueba nuestras propias creencias.
La meta de todo conocimiento último es la de poder ofrecer un modelo coherente que nos explique la vida, una cosmovisión en la que todo lo que observamos y vivimos tenga sentido, abarcando todos los aspectos del ser y la existencia, desde el nacimiento de una estrella a la sonrisa de un niño o el porqué y para qué de la muerte.
Sin embargo, tal conocimiento no parece ser patrimonio de nadie y cada época recrea un nuevo paradigma que se alza como “definitivo”. Solo el reconocimiento de nuestras limitaciones nos permitirá entender nuestras interpretaciones como aspectos o reflejos de esa razón o logos universal que, en la medida en que busquen complementarse, podrán ir alzándose a una visión más global, aunque para muchos nuestra pequeñez es razón suficiente para el abandono en el escepticismo radical que a nada aspira, o el fanatismo que a todos quiere imponerse.
Frente a ese fanatismo, carente de ideas pero sobrado de miedos, basado en posturas rígidas e intolerantes alimentadas por la ignorancia, no debemos oponer ese otro extremismo escéptico, sino la saludable convicción, que se abre paso para ir integrando en nuestras vidas aquellas ideas, valores, conocimientos y experiencias válidas que van tejiendo, como un todo, nuestra visión de la vida y de nosotros mismos. Pero la convicción, en contra de la fe ciega, es elástica, se renueva y alimenta cada día con ideas nuevas, no es inmovilista, no teme pensar ni dialogar, pues ama la verdad venga de donde venga.
La sabiduría de la mente y la sabiduría del corazón
La razón tampoco puede sacralizar las llamadas evidencias, pues un sano sentido común nos va descubriendo que, detrás de lo que vemos y percibimos, siempre hay un inmenso mundo de causas aún no descubiertas.
Cuando el único fin es realmente el acceso a la verdad, naturalmente se produce una complementación entre razón e intuición, imaginación y evidencia, en un espíritu verdaderamente libre de prejuicios.
Ante la inmensidad de lo desconocido, el ser humano tiene derecho a imaginar o a creer, pero no a frenar su vocación de conocimiento porque, ante la imposibilidad de comprender ciertos enigmas, las únicas respuestas no son el escepticismo o la fe.
Recuerdo la historia que, cuando era niño, me contaban aquellos que querían acallar muchas de las preguntas que hacía sobre el misterio de la muerte o la naturaleza de Dios:
Me narraban cómo, en cierta ocasión, san Agustín caminaba por la playa tratando de comprender la idea de
Ante la evidente inutilidad del esfuerzo del niño, san Agustín se acercó y le preguntó qué trataba de conseguir.
–Meter el agua del mar en mi agujero –respondió.
–Pero hijo, ¿no ves que es imposible?, el mar es inmenso y tu agujero muy pequeño. Por mucho que lo intentes, nunca podrás llevar todo el agua del mar –respondió san Agustín
El niño se reveló como un ángel y le contestó que el mismo inútil esfuerzo estaba haciendo él, al intentar comprender una verdad tan grande con su limitada mente.
Y con esta historia se intentaban detener mis preguntas concluyendo: “eso, hijo, es un misterio, no intentes comprenderlo; ante el misterio solo nos queda la fe”.
Ni que decir tiene que nunca se apagaron mis deseos de conocer y comprender la vida. Y hoy creo que aquel dilema del niño-ángel queriendo meter el mar en un pequeño hueco en la arena hubiera podido tener otra posible respuesta: ¿no podríamos agrandar el agujero hasta hacerlo uno con el mar? ¿No podemos trascender en cualidades nuestras limitaciones? ¿No se trata de eso la evolución?
Es como aquel loco arquero que utilizaba la luna como blanco de sus flechas. Nunca la alcanzó, pero fue el arquero que llegó más lejos.
Ciertamente, es necesario dar la razón a los viejos filósofos que nos decían que en la búsqueda de la verdad no es solo importante la fuente a la que nos acercamos a beber, sino nuestra capacidad para recoger agua, nuestra capacidad para comprender, para ampliar horizontes internos, para desarrollar nuestras cualidades latentes, para dejar de ser un pequeño agujero en la arena y acercarnos cada vez más a ese mar inmenso que en potencia somos.
Un saber global
El verdadero conocimiento es integrador, convergente, global. La excesiva fragmentación y especialización puede hacernos perder de vista el sentido general que nos permite entender cómo se articula la vida, cómo todo se integra y relaciona.
Un águila no es la suma de plumas, huesos, músculos, etc., sino una totalidad vital que se expresa en majestuosidad y belleza.
Hablar de amor al conocimiento es no perder esa visión global, amplia e integradora, verdadero motor del progreso de los pueblos, que busca no solo indagar en los “cómos” de la vida, sino en sus finalidades, y que trata de aunar todos los aspectos del saber y de la experiencia. Ciencia, arte, filosofía, economía, espiritualidad, etc., pueden converger en la experiencia plena del conocimiento.
Como dice el preámbulo de la declaración de principios en torno a una ética universal, “Pensamos que es necesario fomentar la cultura como un conocimiento global, como una experiencia profunda de la humanidad que recoja su historia, sus logros, sus errores, expresados en el conjunto de sus valores permanentes, conocimientos científicos, creencias y experiencias, que van siendo acumuladas generación tras generación”.
Cuando el hombre eleva su pensamiento en busca de lo que cree bueno y verdadero, vislumbra ideales de vida que conforman altas metas y modelos de superación y perfección. De esa aspiración nace el impulso de plasmación de un modelo de mundo y de ser humano. De él derivan las formas de arte, de política, de religión; se configuran las formas culturales y civilizatorias. En todo ello, la humanidad podrá errar muchas veces, y tendrá que corregir tantas como sea necesario, pero ¡cuán pobre habría sido la trayectoria humana sin ni siquiera haber empezado a soñar!
La herencia de ese proceso de aciertos y errores, de marchas y contramarchas, supone un legado universal al que todos tenemos derecho, un derecho fundamental al que acceder a través de la educación.
Por ello, la educación, para que sea realmente una fuente de realización para los individuos, ha de ser global, integradora de conocimientos y aspectos de la vida; una educación no solo para la mente, sino para el corazón; no solo técnica, sino una educación en valores universales que reúna como un todo aspectos científicos y humanísticos, tecnológicos y sociales; una educación, en suma, no solo para “saber hacer”, sino para “ser” y vivir plenamente.
En cualquier caso, está claro que la búsqueda de la verdad no solo es un impulso hacia fuera queriendo encontrar lo válido y auténtico, sino hacia adentro, despertando las sensibilidades y capacidades para ver, sentir, entender y ser.
En el frontis del templo de Delfos, se podía leer: “Conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los dioses”. Y es que, tal vez, la clave para desvelar el universo se encuentre en nuestro interior, como parte de él que somos.
Aprender a sentir → Aprender a ser
Aprender a conocer →
Helena Petrovna Blavastky, filósofa del siglo XIX, dijo que si todos los libros del mundo desaparecieran, nuestro amor a la verdad nos llevaría a recuperar tanta sabiduría acumulada por la humanidad con solo volver a aprender a leer en
Pero, como dijera mi querida maestra Delia Steinberg, para poder desvelar los misterios de
Comenzamos diciendo que el primer rasgo de amor a la verdad es el de ser auténtico, tratar de vivir acorde a los valores y principios que se van reconociendo en nuestra conciencia. Es un compromiso de coherencia entre pensamientos, sentimientos y actos.
El amor a la verdad no puede mirar hacia otro lado cuando hay injusticia, ni hacer oídos sordos a la mentira ni a la crueldad, pues buscando lo justo, lo bueno y verdadero no puede haber complicidad con lo que lo destruye.
Si eres de los que miran el mundo con los ojos abiertos, recuerda: Quien ama la verdad la busca… pero con amor.
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