Siempre me sorprendió ver al elefante atado con una cadena a una pequeña estaca clavada en el albero. No lo entiendo -me decía a mí misma-, ese elefante enorme, poderoso, atado a esa pequeña estaca... Si yo los he visto en la tele, en plena sabana africana cuando, enfurecidos, arrancan un árbol de cuajo... ¿qué obstáculo puede ser para él esa ridícula estaca?
“No lo entiendo. Mamá, ¿cómo es posible que al elefante del circo lo tengan sujeto con una pequeña estaca, cuando, siendo tan grande y tan fuerte como es, podría arrancarla cuando quisiera?” “No puede arrancarla, hija, no sé por qué, pero así ha sido siempre.”
Aquella respuesta, como es lógico, no me dejó satisfecha, y ese porqué, como otros muchos a lo largo de mi infancia, quedó en ese lugar donde se van guardando los interrogantes, esperando una respuesta, a veces hasta el fin de los días.
Pero un día, ya mayor, y estando en el circo con mi hijo, volví a ver al elefante atado a la estaca. Y volvió a mí la pregunta sin respuesta. Hoy no me iría sin resolver el misterio -pensé-. A la salida fui a enseñarle los animales a mi hijo, que ya estaban en sus jaulas, unos tranquilamente recostados, otros inquietos dando sus paseos recurrentes, castigo de unos animales a los que cambiaron la sabana infinita por un cubo triste, y me acerqué al cuidador, que estaba con ellos limpiando sus jaulas.
Este hombre sencillo me desveló el enigma. El elefante había nacido en cautividad. Y desde el momento en que se tuvo de pie fue atado a la estaca. El primer día trató de zafarse, daba tirones, empleaba toda su fuerza, pero todo era inútil. Era pequeño y sus fuerzas no eran suficientes. El segundo día también lo intentó. Y el tercero. Todos los días sin éxito. Pasaron los días y el elefantito asumió con pena su impo-tencia. Ya no lo intentó más. ¿para qué?
Se diría -es imposible. Y ya no lo intentó más. Y el día en que yo, pequeña, lo vi con mi madre en el circo, seguía convencido que no era posible librarse de la pequeña estaca.
Y por fin entendí cómo ese elefante enorme no imaginaba siquiera que podría fácilmente librarse de tan pequeña atadura.
“No lo entiendo. Mamá, ¿cómo es posible que al elefante del circo lo tengan sujeto con una pequeña estaca, cuando, siendo tan grande y tan fuerte como es, podría arrancarla cuando quisiera?” “No puede arrancarla, hija, no sé por qué, pero así ha sido siempre.”
Aquella respuesta, como es lógico, no me dejó satisfecha, y ese porqué, como otros muchos a lo largo de mi infancia, quedó en ese lugar donde se van guardando los interrogantes, esperando una respuesta, a veces hasta el fin de los días.
Pero un día, ya mayor, y estando en el circo con mi hijo, volví a ver al elefante atado a la estaca. Y volvió a mí la pregunta sin respuesta. Hoy no me iría sin resolver el misterio -pensé-. A la salida fui a enseñarle los animales a mi hijo, que ya estaban en sus jaulas, unos tranquilamente recostados, otros inquietos dando sus paseos recurrentes, castigo de unos animales a los que cambiaron la sabana infinita por un cubo triste, y me acerqué al cuidador, que estaba con ellos limpiando sus jaulas.
Este hombre sencillo me desveló el enigma. El elefante había nacido en cautividad. Y desde el momento en que se tuvo de pie fue atado a la estaca. El primer día trató de zafarse, daba tirones, empleaba toda su fuerza, pero todo era inútil. Era pequeño y sus fuerzas no eran suficientes. El segundo día también lo intentó. Y el tercero. Todos los días sin éxito. Pasaron los días y el elefantito asumió con pena su impo-tencia. Ya no lo intentó más. ¿para qué?
Se diría -es imposible. Y ya no lo intentó más. Y el día en que yo, pequeña, lo vi con mi madre en el circo, seguía convencido que no era posible librarse de la pequeña estaca.
Y por fin entendí cómo ese elefante enorme no imaginaba siquiera que podría fácilmente librarse de tan pequeña atadura.
Miguel Prat
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