lunes, 1 de marzo de 2010

La carcel del Tiempo


A través de estas palabras intentaremos ver qué es el tiempo y por qué nos aprisiona; qué es lo que podemos hacer para no estar siempre atados a un amo duro y cruel, que se suele manifestar en gran cantidad de casos bajo una apariencia pequeña e inofensiva, como los relojes que llevamos puestos.


Cuando hablamos de las grandes coordenadas que rigen al hombre y lo sitúan dentro de la existencia, mencionamos el “tiempo” y el “espacio”. ¿En qué espacio nos desenvolvemos?, ¿cuánto podemos llegar a durar? Nuestro espacio y nuestro tiempo, si bien son dos grandes coordenadas, se nos han tornado pequeñas y hemos olvidado que también se manifiestan, aunque con formas un poco más variadas, en otras dimensiones, en otros planos, en otras formas de ser que también posee el hombre.

Si al decir de los antiguos –e, incluso, como se sostuvo a lo largo de toda la Edad Media, y como muchos filósofos aún concuerdan en afirmar–, el hombre es algo más que materia, si en el hombre existen otras formas de expresión, otras dimensiones, el tiempo y el espacio se adaptarán, lógicamente, a esas otras dimensiones.

¿Es acaso el tiempo exactamente igual para el cuerpo, para la psiquis, para la mente, para el alma? Evidentemente no. Estas coordenadas se vuelven diferentes en cuanto entran en otro plano de manifestación. Se hacen más plásticas, el espacio tiene otra forma de expresarse, el tiempo tiene otra duración.

Hay un tiempo físico que son capaces de medir las manillas del reloj, hay un tiempo mental que nos sirve para aprender determinadas cosas, más o menos largo según lo que vamos a aprender, y hay un tiempo espiritual, al que podemos relacionar con la evolución, verdaderamente largo. En este sentido, a veces caminamos como la más pesada de las tortugas, si es que nos movemos.

Hagámonos las grandes preguntas que se hicieron los antiguos: ¿existe el tiempo, es el tiempo algo que corre? ¿O quienes corremos y nos movemos somos nosotros y el tiempo es, sencillamente, estático y se deja atravesar por nuestros cuerpos, por nuestra mente, por nosotros como seres espirituales?

El tiempo psicológico, el tiempo mental, el tiempo espiritual tienen una plasticidad que no tiene el tiempo físico. Y por eso el tiempo físico puede presentarse ante nosotros como una cárcel, con barrotes duros y rígidos que nos mantienen aprisionados hasta hacernos sentir que estamos inmersos en una trampa sin poder hacer absolutamente nada.

El peligro que entraña el no dominio del tiempo es que podemos llegar al final de la vida con una terrible pregunta a cuestas: ¿qué hice de mi vida? ¿Dónde están mis años? ¿Qué he logrado atesorar?

Apenas una carrera hacia delante, apenas un intentar mover los barrotes del tiempo y, sin embargo, la incapacidad, la imposibilidad de concebir algo que vaya más allá de la materia nos obliga a estar encerrados dentro de un diminuto reloj.

¿Por qué el hombre se encarcela dentro del tiempo? Hay varios factores que nos arrastran a ello. Por ejemplo, la incapacidad de concebir ninguna otra cosa. ¿A quién se le puede ocurrir pensar que el tiempo mental sea diferente?

Además, existe una fuerza difícil de vencer en el gregarismo humano. Cuando todos hacen algo, parece ser que debemos hacerlo. Y si todos se dejan atrapar por el tiempo, por lo visto debemos todos dejarnos atrapar por él igualmente y ser sus prisioneros.

Existe otro factor. Es el factor comodidad. El tiempo, la medición, la rigidez, la hora de sesenta minutos, el día de veinticuatro horas nos dan una cierta seguridad, un cierto dominio, como si pudiésemos manejarnos con cifras, con limitaciones o con dimensiones que nos tranquilizan. Porque si saltamos a otra dimensión, carecemos de medidas, nos sentimos inseguros e, inmediatamente, retornamos a nuestra cárcel como felices prisioneros.

Hace falta, pues, para no ser prisioneros del tiempo, empezar por desear salir de esa cárcel. No hay peor prisionero que aquel que se siente a gusto, cómodo, dentro de su cárcel.

Esto no es nada bueno. En viejos libros de muy antigua tradición, al discípulo se le recuerda: “Cuidado, discípulo: si tu alma sonríe dentro de tu cuerpo, si canta dentro de su crisálida de carne y materia, si llora en su castillo de ilusiones, sabe, discípulo, que tu alma es de la tierra”. Y así decimos nosotros siguiendo esta enseñanza: si nos sentimos a gusto dentro de los barrotes del tiempo, si somos felices midiéndonos en base a minutos y a horas, somos prisioneros nada más que porque queremos.

Porque queremos hemos escogido un ritmo de vida, un ciclo que nos obliga a hacer una serie de cosas determinadas en el tiempo.

Nace un niño y está el tiempo en que se le permite jugar porque es niño. Luego viene el tiempo en que el niño debe aprender a leer y escribir, porque dicho “tiempo” lo indica. Cuando algún niño manifiesta fuera de tiempo la posibilidad de leer o de escribir, todos aterrados publicamos y leemos: “monstruo hablando a los ocho meses; monstruo escribiendo a los 2 años”. No está en el tiempo; el tiempo indica que hay que tener determinados años para leer o escribir.

Y el tiempo nos sigue indicando hasta dónde llega el próximo barrote. ¿Cómo seguiremos viviendo? ¿Cuáles son los juegos que ya no se pueden jugar? ¿Cuáles son las ilusiones que ya no se pueden tener? ¿Cuáles los sueños que no se pueden sostener, porque ya no son de niños?

Cuando pasa el tiempo y se tienen catorce, quince, dieciséis años, ya no se puede ser inocente, porque claro, uno ya ha “entrado en la vida”. Ya no se puede soñar; la poesía debe cambiar, ya no se miran más los pájaros, y el sol y la luna son adornos en el cielo.

Más adelante sabemos que hay que preparar una carrera, eso es fundamental. Para valer hay que tener una carrera. Si a alguno no le gusta, mala suerte.

Resultado: a los tres días de terminado el examen final y con flamante diploma colgado en nuestra pared, nos hacen una pregunta y necesitamos consultar nuestros libros.

Esto sucede porque no se ha aprendido verdaderamente. Fue una de tantas imposiciones del tiempo. Como esas otras imposiciones que dicen que hay que casarse, cosa que está perfectamente bien siempre y cuando no lo imponga el tiempo y sea una decisión natural de dos personas que quieren hacerlo, pero no porque hayan cumplido los años “propios” para ello.

El eslogan más corriente es decirle a una pobre niña, amargándola para siempre: “Hija, ya tienes veinticinco años, ¿cuándo te vas a casar?, ya es tiempo, ¿verdad?”. Y claro, la pobre siente que sus veinticinco años son una tonelada que lleva a las espaldas, y como no se ha casado todavía, será marcada por siempre jamás, porque no entró en la rueda del tiempo, en la cosa señalada.

Cuando ya se casan y el hijo no nace más o menos pronto, viene la otra pregunta: “Hijos míos, ya lleváis tres años casados: ¿y los niños?”. Esa pobre pareja se siente hundida debajo de un enorme peso, porque a veces no puede contestar por qué no llegaron, o no se atreve a decir que porque no se puede o porque no se quiere. “El tiempo” indica que hay un ciclo y es necesario, forzosamente necesario, cumplir con el ciclo y besar los barrotes uno a uno, tal como están distribuidos.

Por no seguir con los barrotes más tristes, aquellos que vienen después, cuando uno es viejo y esa palabra significa que no podemos hacer nada. Viejo significa triste, amargado, solo, alejado, y hay que cumplir con el rito del tiempo. No se puede reír, no se puede jugar, no se puede soñar, no se puede vestir de color, no se puede buscar nada nuevo. ¿Por qué? Porque el tiempo indica que uno es viejo.

Y este es un ciclo que nos come la vida. Este es el gran ciclo que se revierte en el pequeño ciclo de todos los días, que nos come todas las horas, pues ya están prefijadas. Horas prefijadas para levantarse, para vestirse, para lavarse, para estudiar, para trabajar, para comer, para seguir trabajando, para volver a lavarse, para volver a dormir…

A veces está en medio la hora de la televisión, o la hora del diario que se lee, o de la revista que se hojea apresuradamente. Y uno se queda esperando el ciclo, el pequeño ciclo del día que se revierte en el gran ciclo, en el enorme ciclo de todos los días.

No queremos decir con esto que podamos escapar de ciertos ritmos. Algunos ritmos de la vida son absolutamente necesarios. No podemos escapar de ellos. No podemos evadirnos de jugar cuando somos niños, de crecer, de tener que estudiar, de tener que trabajar en algo…Eso es absolutamente natural.


Delia Steinberg Guzmán

Continuará

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